sábado, 24 de agosto de 2013

Cambio de etapa


Cierta vez en el cine de los adultos, quedé afectada en sentido erótico por una Shirley McLaine en el papel de una meretriz metida en apuros moviéndose por la escena de la acción con sensual naturalidad en bragas y escueto sujetador verde por el que le asomaban unas tetas que nunca había visto así de mostradas.
Para entonces las mujeres usaban desde luego bikini en las playas, pues ya era la época tardía de Franco, el país había avanzado en modernidad y tampoco estaba el dictador como para espantar al turismo con mojigaterías. Entonces proliferaban los shorts, las minifaldas, los escotes, o el uso de camisetas ajustadas o blusas semitransparentes marcando pechos sueltos, en los lugares más desenvueltos o de costa, y hasta en el de mi veraneo había una boîte, donde me dijeron que a la noche ponían una luces que traspasaban  los vestidos y dejaban a las mujeres como si anduvieran tomando copas o bailando con la sola ropa interior de color blanco que llevaran puesta, la cual quedaba iluminada resplandecientemente.
Además había presenciado como una pobre chica de la comunidad veraneante catalana se había quedado con la parte de arriba al aire al salir del agua, ella que las tenía ya bien crecidas, después de que estando echada tranquila tomando sol con las tiras del bikini desabrochadas unos amigos la cogieran en volandas por las cuatro extremidades y la lanzaran al batiente de las olas, y digo pobre, porque al levantarse se le vio todo.
Pude imaginar el bochorno, aunque seguramente ella se lo tomó como la broma que era, aparte de que nadie en la orilla pareció reparar en el incidente, y aun si la playa entera lo hubiera presenciado, tampoco hubiese importado lo más mínimo. Era yo; igual que cuando andaba desesperada a la búsqueda del bikini de mi adolescencia, casi llorando tras una intensa campaña sin dar con uno a mi medida, es decir, con la braga de reducido tamaño, mas capaz de cubrir por lo alto la tremenda hendidura de mi trasero y por lo bajo, los dos arcos que marcaba en su confluencia con los muslos, algo imposible para mi anatomía y que el resto de las humanas playeras cubrían alegremente de sobra con un escaso triángulo de tela.
Pero lo de la chica de las tetas escapadas fue un accidente, nada que ver con la voluptuosidad desplegada en pantalla por la mujer en blonda verde.

Unos veinticinco años después vi la misma película junto a mis hijos chiquitos. ¿Eso era?, pensé.  Sentados en el sofá de casa en el rigor del verano, iban ellos en taparrabos y yo casi más frescamente ataviada que la mismísima protagonista. Entonces me pareció que las delanteras de Irma eran de tamaño normal y corriente, le bailaban lo justo dentro del sujetador, en ningún momento amenazaban con salírsele de las copas, y a los tres nos gustó mucho, tanto como a mi marido, esa inteligente, inocente y deliciosa comedia de Billy Wilder.
Ayer, regresando de la playa de todos los veranos, hablaba en el coche con mi hermana Agnès de la posibilidad de que creáramos entre las dos una linea caliente al teléfono, para atender a los necesitados de cariño auditivo, o ella decía que podríamos prestar un servicio que proveyera de instrucciones para juegos sexuales imaginativos a las parejas hartadas de sus monótonas prácticas habituales. Si nos fuera bien, ella se libraría de atender a los niñitos de su escuela de parvulitos, que cuando empezó le encantaban, ahora le siguen gustando mucho, pero calcula que en unos años ya va a tener suficiente de ellos, y a mi me permitiría seguir con esto, pero lo vamos dejar sin implementar, pues era un simple manera de comunicarnos a la perfección durante el viaje, y ella ya tiene otros proyectos in mente, igual que yo estoy en vías de encontrar los míos.