sábado, 29 de noviembre de 2014

Gusto por los de mi especie

El perro y el mar - S.M.
"Si en buena pradera te acuestas, con vacas alrededor te levantas", eso deberíamos haber sabido los del viaje a Rusia antes de acampar rendidos. Despiertos al amanecer por un criminal zarandeo en los sueños, tensores vencidos, agarrados al techo para paliar las acometidas, a cada envite diferente la catastrófica forma que se cernía sobre nuestras cabezas, con ánimo de tumbarnos, muertos, asesinados, empanados entre una masa de lona amorfa en mitad de la campiña nordeuropea, hasta aventurarnos a abrir la cremallera y dar con la placidez rumiante, que nos pateaba sin pretender la tienda plantada a ciegas la noche anterior.

Cagada de vaca, la odiaba. En mis veraneos de niña en la alta montaña, llenaba las angostas calles con su boñiga y mal olor. Sin turistas, sin nadie, en un pueblo solo conocido por sus escasos habitantes, a donde ni siquiera el ratón Pérez llegaba. Lo pasábamos fantástico; el río, la cascada, los prados arriba, y unos vecinos del portalón de enfrente, entrañables personas que nos adoptaron desde el primer encuentro. Mi madre corría de noche al hotel, único lugar con enlace periódico al mundo de la provisión donde conseguir chocolatinas que poner bajo la almohada de algún súbito desdentado hermano mio. Yo la acompañaba, resonando las pisadas vigilantes por los oscuros callejones. No se crea que siempre me hayan gustado los animales y sus consecuencias. La leche de esas bobinas de los pirineos era espantosa, tan natural que daban ganas de vomitar.

En mi casa del llano había una vaca que soltaba leche de sabor más suave. La adquirió mi tío Ángel cuando nací, para que creciera alta la primera hija-sobrina-nieta de la familia. Venía un hombre a cuidarla y ordeñarla. Alcanzó a todos, los que esperábamos las vacaciones en la playa, para tomar a litros la riquísima homogeneizada de botella de compra en el supermercado.

De los pastores alemanes que habitaron sucesivos en el patio, como el pariente que te ataca, solo tenía presente que eran de mal fiar y que uno lastimó cierta vez a mi hermano Pasqual, no obstante ser este el común de las pupas, el que por fierros o por lo que fuera llegaba a cada tanto con tajo y chorreón de sangre, entre los gritos despavoridos de mi madre, a cobijarse en el regazo de ella.

Todo hay que decirlo, que gracias a la vaca, o más bien a la falta de su pretendido alimenticio líquido, fue que me tocó un televisor. Con la colaboración del perro, uno de esos pastores, Buck, Blum, Sam, que se metió un día y derramó el recipiente con lo recién ordeñado. Entonces mi madre me mandó a la tienda, a buscar la que supliera, y pasé horas delante de un montón de latas de condensada, hasta elegir la que me pareció podía contener el premio anunciado. Como así resultó, cinco figuritas de La Lechera, la conocida pastora de la marca con barreño sobre la cabeza, me salieron al arrancar, impresas en el reverso de la etiqueta. Regalo mayor, que nadie en mi casa quería ir a recoger, por temor a la prensa o televisión. Media España viéndonos recibir la tele portátil, ¡que horror!.

Todo hay que decirlo, aunque me suena, con otra excusa, mediante otra vertiente, haber desembocado antes con mi lengua cuentista de la lechera sobre la muela de mi fantástica suerte infantil, que más bien en los instantes de merced se reiteran los apéndices sensitivos de los lejanos recuerdos, siempre que el ex niño haya superado incluso el mismísimo trauma de nacer.

Y volviendo.

Ahora me urge la proteína cárnica sintética para poder seguir admirando la sensualidad agradecida de un ciervo, un pez o un caracol al tacto cariñoso de un humano, sin pensar en que me estoy comiendo a los de mi propia especie. Mas antes corría kilómetros, aterrorizada, perseguida tras mi bici por un perro ridículo, de risa en cuanto a su facultad de poder arrancar de una dentellada un cacho de extremidad a alguien, pero yo pedaleaba, sudaba y temía como si me estuviera persiguiendo un felino con ansias de devorar a la humanidad, hasta que venía un salvador a rescatarme. Así de pueblo a pueblo, en múltiples penosos casos, de habitación en habitación, cerrando puertas a ras de su mordida, evitando desesperada el ataque, los chuchos siempre a mi búsqueda, pensando quizás que sería un juego el mío. Deseaba cada verano que se hubiera fundido el del tamaño de una pulgada, perro bastardo de la familia de unos tíos que nos invitaban a navegar, y por consiguiente al primero que me tenía que enfrentar en su propio terreno, cuando cruzaba el umbral de la casa suya con el recado de que ese día iríamos al barco. Luego él se repetía allí, paseando su costumbre tan ufano sobre la borda, fastidiando de lleno mi bienestar marinero.

Tampoco soportaba los excrementos de cordero. Cuando había pasado el rebaño era terrible. Al menos a mí se me cortaba de plano el inescrupuloso juego en el campo de la masía tras el reguero de bolitas.  En verano nos compraban pollitos, en el mercado de Gerona, uno para cada uno de los nueve primos. Ellos los cogían y acariciaban; yo lo intentaba, pero un freno me impedía ir más allá de tocarle por un instante las plumitas al mío.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Antes de la reunificación

La comida más mala en la vida la he probado, luego de lo ocurrido, en un parador de la autopista a Berlín, esa de la que ni por asomo se nos ocurrió alejarnos una pulgada antes de llegar a destino. Fuera del cloruro de magnesio cristalizado disuelto en agua, que no entra en menú, lo más horrible fue esa vez en Alemania, avinagrado todo hasta la náusea, incluido el postre. Creo adivinar, entre los del Este o los del Oeste, por quién estaba regentado el comedor. Si los mismos que aportaron los marcos para el arreglo de las autobahnen a través de su tocayo país enemigo, hubiesen tenido en cuenta a los estómagos en la ruta, bien me hubiera podido comer a gusto un Frankfurt Bockwurt al estilo internacional, en mesa de fast food sin pata coja, y saberme a riquísimas las salchichas, de las que en general soy poco entusiasta, acompañadas de un refresco al menos bebible.

Easter - Mona con huevo de Pascua - S.M.
En mi casa de la infancia se mataba al cerdo una vez al año. Para la época de nuestra fallida excursión a Rusia, rabeaba agonizante la tradición que terminó. En su álgido tiempo nos levantaban temprano a los niños para el matadero. Aguardábamos en sala de espera como en el doctor. Íbamos con el cerdo en jaula y regresábamos con su cadáver en contenedores. Era el privilegio de esa jornada invernal. Luego al cole. Una vez lo vi en directo, en el campo, agarrado de un gancho al morro, gritando como un marrano, luego el cuchillo despanzurrador, demasiado para el cuerpo de cualquiera. Me tapé los ojos, como suelo en el cine en las escenas de extrema sangre y truculencia.

Venía la mondonguera a pilotar la labor de despiece y elaboración de la chacina. Todos arremangados, tela blanca especial para cubrir, delantales primorosos, las mujeres al frente, trozeando, metiendo en barreños, aderezando, los jamones para su cura. Ayudar a embutir era juego de niños tras la escuela. Fiesta en jornada de diario. Los amigos a catar la carne venían al anochecer, los padres con sus hijos, las primeras morcillas del perol entre pan para degustar. Pie en la gota derramada, el suelo resbaloso hacia el final, en ese lugar para la ocasión, caldeado hasta el ardor por la lumbre del hogar y los cuerpos reunidos, a resguardo del helado exterior. La desventaja, a parte de pensar en la suerte del pobre animal, era que luego tocaba cerdo en el menú durante semanas. El temido morro, con unos pelillos duros que se notaban al tacto de la lengua, lo tenía que comer, sin remisión, para sacarme el melindre, así me quedara por horas sentada a la mesa.

Últimamente viajo poco, en coche o en cualquier otro medio de transporte. Ello tiene el beneficio en tierra de hacer que baje a casi cero la probabilidad de cruzarme por la ruta con uno de esos camiones azuzadores de la conciencia, cargados de aves o mamíferos, llevados hacia su mejor destino, que es el de abandonar cuanto antes este mundo de calvario al que los tenemos sometidos. Entonces deseo que nuestra ciencia avance rápido en hacer crecer entrecots y demás viandas proteínicas a partir de células madres pluripotentes o lo que surja de la investigación. Cuando suceda decidiré si me hago vegetariana o sigo incluyendo en la dieta esa ración que se llamará como se llamará*, pero que ya no será.

* Animal: Ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso 
                          (Primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española)

domingo, 9 de noviembre de 2014

Muro de protección antifascista

Trabant 601
El guardián se lanzó como perro de presa sobre la cámara fotográfica de mi amiga en cuanto esta la saco del bolso con la intención de llevarse a casa la muestra de nuestro garbeo por la Alemania del este, entonces dominada por la hoz y el martillo en pedestal sobre cada semimustio parterre al frente de cada edificio de policía en cada rematadamente marchito pueblo por los que pasamos, o eso vimos en el que nos detuvimos, yendo directos a meternos en las fauces de nuestro insospechado enemigo, quién no nos estaba esperando, y sin embargo, les aparecimos. Porque no era uno, eran varios los agentes del orden estatal alterados por nuestra presencia, cuyos nervios irían en aumento conforme vieran serpentear cuesta arriba en su dirección a nuestro viejo voluminoso Mercedes.

Poco antes estábamos en Ginebra, Suiza, frente al lago Leman, con unos cucuruchos de helado en las manos discutiendo junto a un parterre de valla baja cuajado de rosas espinosas la ruta a tomar en nuestro viaje de una semana a través de Europa. Ante la pequeñez de las distancias tomadas a dedo sobre un mapa desplegable de papel, a uno de nosotros se le ocurrió que ya que estábamos, bien podríamos acercarnos hasta Moscú, idea aprobada de inmediato por el resto.

El coche nos lo había prestado el padre de una de las chicas. Ella le dijo que era para ir a Galicia, un trayecto considerable aunque sin salirse de las fronteras españolas, así que el hombre se lo dejó, para que se airearan los cinco catalanes recién aprobados del segundo curso universitario, que sin embargo no entendíamos que pasaba cuando en los bancos suizos abrían desmesurados los ojos y se ponían a vociferar ante nuestra petición de cambio de moneda para la Unión Soviética.

Sucedía que se acercaba el fin de semana y queríamos disponer de efectivo para gasolina y demás necesidades en la ruta. Sin aclararnos por el idioma, con los cajeros humanos enloquecidos y los automáticos inexistentes por entonces a gran escala, decidimos tomar vía hacia Berlín y ver de proveernos por el camino.

Gasolinera ni una, solo cobertizos desvencijados en mitad de una campiña ondulada salpicada de chatarra herrumbrosa en forma de maquinaria agrícola y agrupaciones de casas sombrías que cruzábamos sin pensar en posible transacción comercial,  hasta detenernos en la plaza de un pueblo de aparente mayor empaque junto a un surtidor con candado echado y aspecto de no haber soltado un chorro en años. Vacío todo de gente alrededor, al poco aparecieron algunos sujetos con billetes en las manos caminando en nuestra dirección sin terminar de acercarse. Al que más se aproximó le preguntamos por lo mismo que ellos andarían buscando. En el otro lado de la explanada unas pocas latas sin etiquetar se mostraban tras la extensa vidriera de una tienda de ultramarinos. Cuatro perchas de armario colgando prendas sin moda deslucían expuestas en el escaparate vecino. El intenso color de un cartel de metacrilato con el logotipo de un banco o de una caja era difícil de imaginar en ese contexto, y en caso de conseguir efectivo, tendríamos que ver quién nos iba a abrir la llave de paso que permitiera trasvasar a nuestro depósito el hipotético fluido del tanque bajo tierra.

Menudo panorama. De haber estado al corriente hubiéramos podido cargar  con unas cuantas copias de la novela de Pasternak, Doctor Zhibago, para ver de distribuirlas entre algunos habitantes de esa población  fantasma. Igual la CIA nos premiaba por la labor de sabotaje, pero el fin de semana estaba al caer y eso era lo único que nosotros sabíamos y temíamos.

Mejor preguntar por la policía, razonamos en vista del aturdimiento y lo poco en claro que pudimos sacar de los que trataban de explicarnos. La policía nos informará, o incluso ayudará en caso de vernos muy despistados. Police, polizei, politsiya, eso se entiende en cualquier idioma. Fue una idea acertada. Ante el término de inmediato se sacudían nuestros interlocutores el aire cansino y polvoriento para guiaron con gestos avivados hacia el camino de un cerro despoblado a cuyas faldas comenzaban las edificaciones del pueblo.

Antes de dar con ese universo que nos retrotrajo de golpe a los tiempos de unos imaginarios menesterosos antepasados, nosotros viajábamos tan gustosos por la autopista, con la libertad que daba disponer de coche y primera edad de conducirlo. Yo atrás medio adormilada, con el torso de mi amiga estrujado contra mi regazo, observaba el paisaje y me preguntaba sin ánimos de responderme el porqué de la gigantesca altura de la valla alambrada que se extendía paralela a mi derecha conforme los kilómetros avanzaban. Quedaba claro que no corríamos el peligro de toparnos con una gacela. Al primer desvío que nos pareció decidimos adentrarnos fuera de la general. Sí que vimos un garito, luego reparamos, como puede encontrarse a la entrada de cualquier urbanización de semilujo, con guardias de seguridad a las puertas, que en esa ocasión estarían dados vuelta o tomándose un refrigerio, el caso es que sin el menor esfuerzo penetramos.

Camino hacia nuestro destino moscovita, en Suiza nos pasaron dos cosas en la carretera. Una, es que fuimos perseguidos por los gendarmes motorizados, después de haber indagado en un área de servicio la posibilidad de reducir la cifra en el contador kilométrico de nuestro vehículo. Otra, es que frente a nosotros, en lo alto del más bucólico de los parajes, vimos volar, saliendo disparado desde la carretera, a un flamante Porsche rojo, que como ralentizado en el tiempo describió en el aire frente a nuestras miradas una interminable media parábola en descenso, yendo a aterrizar al fondo, en lo bajo de la más preciosa de las hondonadas, junto a un regio alpino caserón de madera con flores en las balconadas, en una irrealidad, que el ambiente húmedo tornaba más de película si cabe, potenciando el verde, el rojo y el gris de la acción, hasta que salieron los de la casa abajo, con unas mantas a cubrir los cuerpos que habían salido despedidos, quedando a la distancia como bultos desperdigados sobre el pasto, y eso nos devolvió a la ruta y a transitar con cuidado y en silencio.

Tras detenernos por un rato en el Tirol de las montañas nevadas, los relojes de cuco y los trajes típicos, nos fuimos de Austria cuando ya la rabadilla de nuestra compañera empezaba a darle síntomas de una fuerte irritación. Así que Munich supuso simple parada dónde buscar hospital. Un doctor negro y otro con pendiente de aro en la oreja, altos, atractivos y de trato informal, de una modernidad nunca vista antes por nosotros en el ámbito de la atención sanitaria, la reconocieron y al resto nos dieron instrucciones para las curas. Resultaba que un enorme grano purulento había instalado su promontorio entre las dos otras prominencias del trasero de nuestra amiga, hasta el punto de impedirle aposentar el coxis sobre su asiento de viajera.

Nuestro abusado auto, al que le esperaba más adelante en la Alemania próspera un achaque y la sentencia para el desguace, en la prohibida de entrar semejaría el de un importante, un alcalde, o traducido a lo de allá, el de un jefe local del soviet, si hubiera sido posible, más como eso era del todo improbable, entonces la Policia Popular del lugar tenía asegurado que los que venían subiendo hacia su posición de atalaya proveníamos del otro lado del cerco.

El que le arrancó la cámara y el carrete de su interior a mi amiga tuvo ocasión de hacerlo porque ella fue un tanto inconsciente de la furia que podía despertar su acto frente al oxidado símbolo del imperio, dado que ya se vio nada más descender del vehículo que iba en serio el jaleo que se armó a nuestro alrededor, como si hubiéramos metido vara en un hormiguero, o más bien avispero, con todos los aguijones apuntando hacia nuestras personas.

Así acabamos por turnos en las mazmorras del cuartelillo, tres adentro y dos afuera esperando en la calle a que resolvieran que iban a hacer con nosotros. Su teléfono ardía de llamadas que iban y venían. Hasta que pasadas unas horas llegó a recogernos una escolta que parecía propia de un jefe de estado. Coches adelante, atrás y motos a los costados para devolvernos a la ruta directa a Berlín, con la promesa jurada y firmada de no volver a salirnos en la vida del cauce.

Sucinta información histórica

En 1945, después de la rendición incondicional de la Alemania Nazi, los aliados acordaron en las Conferencias de Yalta y Potsdam dividir Alemania en cuatro zonas de ocupación militar, los tres sectores más al oeste bajo jurisdicción de franceses, ingleses y estadounidenses respectivamente, el del este a cargo de la Unión Soviética. En Berlín, ciudad enclavada dentro de este último sector, se repetía asimismo la distribución a cuatro bandas.

Dada la completa diferente visión de gobierno, el enfrentamiento político, económico y de cualquier índole se fue recrudeciendo entre el sector occidental, liderado por Estados Unidos con su sistema capitalista, y el oriental por la Unión soviética con el comunista. Hasta quedar instaurado hacia 1948 un término que definiría la situación: Guerra fría. Ese año el ejército soviético bloqueó los accesos por tierra a Berlin Occidental y los aliados abastecieron por corredor aéreo durante años la ciudad.

El 23 de mayo de 1949 se crea la República Federal de Alemania (RFA procapitalista).
El 7 de octubre de 1949 se crea la República Democrática de Alemania (RDA comunista).

Entre 1949 y 1962 dos millones setecientas mil personas abandonaron la RDA en dirección a Occidente. Solo en el año 1960 doscientas mil personas se mudaron de forma definitiva al oeste.

En la madrugada del domingo de verano 13 de agosto de 1961, unidades de la Policia Popular y de la Policía de Transporte, con mano de obra de los llamados "trabajadores de combate" -discutido si eran voluntarios o a la fuerza- arrancaron en primera medida adoquines y tendieron rollos de alambre de púas, para separar en unas horas el Berlín oriental bajo la órbita de Rusia e incomunicarlo para siempre del resto occidental de la ciudad.  Acto seguido levantaron el muro divisorio, y tapiaron las puertas y ventanas de los edificios en que coincidía su fachada con el término clausurado y por dónde los de última oportunidad se lanzaban en un intento de salida. La razón dada para el aislamiento fue la de proteger a su población, alegando que sus vecinos del Oeste no habían sido totalmente desnazificados después de la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1961 y 1989 más de cien mil ciudadanos de la RDA intentaron huir a través de la frontera interalemana o el Muro de Berlín hacia el mundo libre. Más de seiscientas personas fueron abatidas a tiros por soldados fronterizos de la RDA o murieron de otra forma al intentar huir hacia la RFA o más allá. Tan sólo en el Muro de Berlín hubo unos cinco mil intentos de escapatoria, con sus consecuentes más de cien muertos.

Desde 1971 estaba regularizado el tráfico de los occidentales por algunas carreteras de la RDA. En los años setenta y ochenta el gobierno de la RFA pagó millones de marcos alemanes para el arreglo y mantenimiento de las altamente valladas Autobahnen de tránsito entre la República Federal de Alemania y Berlín occidental.

Pero en 1989, un radical cambio político aconteció. La madre Rusia comunista y los cercanos prosoviéticos gobiernos perdieron poder y el 9 de noviembre, después de semanas de disturbios, el gobierno de Berlín Este levantó la prohibición de cruzar por los seis pasos en el muro hasta entonces fortificados, comenzando el público entre cantos a percutir en el cemento y a derribar la barrera. Los gobiernos de ambos lados acabaron de retirar los escombros. 


A la medianoche del 3 de octubre de 1990 se proclamó la reunificación de Alemania, bajo el estruendo de los fuegos artificiales y el tañido de la Campana de la Libertad.

Hoy se cumplen 25 años de la caída del muro de Berlín.