domingo, 28 de diciembre de 2014

El color del avance

Da Giorgio, qualita alla tavola
En estos días de Navidad uno se entera de cosas. Respecto a las andaduras vitales de hijos y sobrinos, vino mi madre a decir que con mi comportamiento abrí, más que una brecha estrecha, una autopista de ocho carriles para los que venían detrás. En cierto modo me causó extrañeza la apreciación, pues yo nunca he creído estar haciendo algo rompedor de lo establecido.

Sí recuerdo una vez en Barcelona, en el escaparate de una pequeña zapatería al otro lado de la plaza donde se sitúa Da Giorgio, la tienda gourmet de pasta fresca y productos italianos esquina con la Avenida de Sarrià, por la misma década inaugurada y grata de saberla allí, llenarme de efervescencia a la vista de una cantidad de sandalias idénticas en una explosión de colores que rompía el espectro de lo que llevaba visto en la vida en cuestión de calzado. Tal despliegue encajaba de lleno con algo indefinido que andaba buscando. Descubrirlos en ese arrinconado comercio me produjo una sensación de libertad desproporcional en apariencia al motivo de su causa. La anécdota es que me compré dos pares, pues encima estaban a buen precio.

Tiempo adelante Pepe Barroso me procuró el segundo asombro al ver plasmado en establecimiento específico lo que llevaba por largo pensando porqué no existiría. Camisetas en punto de algodón, de colores mil, con motivos estampados y bonitas formas para chica, o vestidos de lo mismo. La primera tienda "Don Algodón" la abrió Pepe Barroso a los dieciocho años en un local de treinta y dos metros cuadrados en la Calle Claudio Coello de Madrid, allá por 1980. Llegarían a Barcelona un rato más tarde. Avisté la primera a través de los cristales de un autobús urbano en marcha. No compré en ella, pasaba por su frente a menudo de largo, pero la sola idea de su existencia me daba alas. El empresario empezó a los dieciséis años vendiendo camisetas a sus compañeros de instituto. Estaría en el aire la idea.

Ya de niña volví loca a mi tía Elvira buscando por toda Barcelona una de esas, en tono brillante, con corte que me quedara bien al cuerpo y algún motivo estampado en el frente. Tres días tardamos en dar con la amarilla pintada a mano que se acercaba en algo a lo que tenía in mente. En el rastreado de boutiques infantiles fue que nos topamos en las Ramblas con el escritor Gabriel García Márquez y su mujer Mercedes Barcha, habituales del día a día de mi tía, y con los que nos detuvimos a saludar.

Leí en "Aquellos años del Boom", la magnífica obra de casi novecientas páginas sin poder soltarse del periodista Xavi Ayén refiriendo los años entre 1967 y 1976 en que autores sudamericanos aterrizaron en Barcelona, en un ambiente que empezaba a aflojarse de la dictadura franquista, donde al empuje de editores y agentes literarios cuajó una revolución en el panorama de las letras hispánicas que irradió a todo el mundo, pues leí como Gonzalo Garcia Barcha, hijo de Gabriel García Marquez, llegado con sus padres y hermano en el 67, viviendo parte de infancia y su adolescencia en la ciudad, contaba tener a Barcelona en el recuerdo pintada en claroscuro y como le sorprendió encontrarla alegre, juguetona, en estallido de color al volver a ella en el año de las Olimpíadas 1992.

Calculando que Gonzalo García Barcha vivió en la privilegiada parte alta de la ciudad, la más viajera, la más cosmopolita, por tanto, la más en vivo tono que pudiera darse, es de pensar que lo que me venía ocurriendo a mí, de andar a la espera de algo más vibrante, y de tomarlo al vuelo cuando apareció, le estaba sucediendo a la mayoría, a quienes tarde o temprano, o de modo paulatino se les presentó el tiempo de dar el cambiazo.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Leggins

Delia, la super profe - dibujo Photoshop S. M.
Una vez aparecí en la casa de la playa con unos leggings negros hasta el tobillo y encima una camisa holgada que me tapaba hasta por debajo del trasero. Mi madre no me comentó del atuendo, algo que me llamó la atención, pues hubiera sido su natural decirme si le gustaba más o menos. Luego de treinta y pico de años vengo a enterarme de que les resultó absolutamente turbador, extremadamente provocativo por lo ajustado. cuando ahora esas mismas mallas son el recurso de cualquier mujer para andar cómoda por casa o en la calle, sin soliviantar el ánimo de nadie. Claro que al lucirlos con tacones pasan de automático a otra más apasionante categoría, pero esa es ya la condición del tacón, elevar en todos los sentidos, con independencia del resto de la indumentaria. Descubría a la vez mi familia, por lo descolorido de la braga del bikini en relación al sujetador, que en otras arenas me bañaba en top-less, pues por lo visto no me funcionó lo de igualar el tono tendiendo en la soga al sol por separado la parte de arriba. Los leggings eran en realidad como un maillot de cuerpo entero. Por la misma época los usé en Brasil sin cubrimientos, con una magnífica sensación que experimentaba, de andar al aire mostrando curvas y sacando pecho, tan natural como cualquiera de los que veía por la calle. Ahora salgo de casa hacia el gimnasio ceñida de arriba abajo de la misma manera, y si necesito paso por el supermercado, y de lo más que se le podría ocurrir a alguien clasificarme es de deportista. Aunque en Manaos me topé con una mujer que me tachó a los gritos de puerca por usar unas bermudas. En mitad de la selva, unas bermudas de estampado tropical*. Por cierto que este tipo de pantalón a media pierna, tampoco era cien por cien apto para usarse en ciudad, en Barcelona así lo recuerdo, tuve un traje de chaqueta sahariano con el cual me daba cierto reparo salir a la calle al principio. Pero es que ha pasado mucho tiempo desde todo eso, y también se han descontraido los códigos de vestimenta en general en el globo, excepto para las que tienen que ir cubriéndose cada vez más.

*Mi madre y mi tía las confeccionaron, para todas las primas bajo el mismo patrón, lo último en moda que les vi coser. De los retazos sobrantes fue que les hice años después los taparrabos a mis hijos.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Buenas Fiestas

Dani, el profe de Zumba
Dibujo photoshop S.M
El hijo mayor de mi marido, hartó del suelo duro de la ciudad, se largó a comprarse un velero desde dónde pilotar su negocio a la vez que navegar cruzando los continentes. Hoy hace un año que hicieron la mudanza, él y su mujer, hacia la Manga del Mar Menor, instalándose en su morada flotante en el Puerto Deportivo Tomás Maestre, donde nos juntamos el resto de la familia para celebrar el Fin de Año. 

Para las fechas en que nació nuestro primer vástago, Daniel, ese hijo anterior de mi marido y su ex mujer, se vino desde la Argentina a residir a España, dónde trabajó al principio como ayudante de fotógrafo para un amigo nuestro publicista, en un plató de ese Madrid que tras veinticinco años dedicado a montar su propio chiringuito, y con la empresa en plena expansión, decidió cambiar por allende los mares. 

Para fin de año Daniel nos alquiló un apartamento al costado del barco, en esa franja habitada por fantasmagóricos edificios, si es que no fueran de real cemento, dando a los dos mares, con el encanto de lo desierto en invierno, y nosotros correspondimos con un guiso de lentejas pardinas para la entrada en el dos mil catorce; con exquisitos entrantes adquiridos por mis hijos en un perfectamente surtido gran supermercado de El Corte Inglés, total vacío de clientes en horas previas a las campanadas, en las que por supuesto nosotros enviamos a cada clong la correspondiente uva a nuestro gaznate, doce, con brindis de cava y besos al acabar, para desearnos lo mejor. Luego me enteré que es tradición italiana, la de comer lentejas para recibir el nuevo año, con lo cual acabé de satisfacerme, no obstante mi marido comentara, que en adelante, aun en diario, quisiera evitar de comer otro plato de esas.

Daniel y Karina quieren irse a dar la vuelta al mundo, pero de momento, en un año, han hecho el recorrido desde su puerto inicial, en la provincia de Murcia, hasta el de nuestro pueblo, en la de Barcelona, donde lo han tenido en dique seco, o en pantalán amarrado, hasta que acaben con las reformas que le están haciendo. Total que los tenemos a dos millas terrestres de casa, o bien metidos en ella, y la mitad de equipos de la productora de vídeo y fotografía aquí, si extiendo el brazo los puedo tocar, abultando en la habitación dónde ahora mismo estoy escribiendo. 

Curiosidades de la vida, en estas fiestas, son mis hijos madrileños, Lucas y Simón, los que van a tener que venirse para acá, para estar con la abuela y gran familia en Nochebuena. Nochevieja se supone que en casa, con la original que hemos formado.

¡Buenas Fiestas a todos!

viernes, 5 de diciembre de 2014

Tai


Dibujo en Illustrator por S. Morell
La otra semana vinieron unos niños a comer, hijos de un escritor y su mujer bailarina y coreógrafa de danza, invitada la familia a mediodía a casa, y nosotros no sabíamos que iba a pasar entre los críos y Tai. 

El resultado fue que sin estar los pequeños habituados al trato con perros y con los colmillos de Tai a la altura de su barbilla y ombligo, se divirtieron los tres por igual, durante el largo tiempo que duró la sobremesa, con una simple pelota de tenis, sin requerir de sus papás, ni nuestro adoptado cuadrúpedo de los suyos, hasta caer rendidos los cachorros humanos de tanta actividad excepcional.

Tai es un mal criado. Cuando vivíamos en Inglaterra nuestro hijo menor lo trajo con ocho semanas de edad para acompañarlo en casa, donde Simón vivía a sus anchas solo, acostumbrándolo incluso a dormir entre sus sábanas. Ahora Simón vive en Madrid y lo mentamos con reniego, a él y a la madre que lo trajo al mundo, cada vez que su animal, a la fuerza prohijado por nosotros, se pone con la exigencia de no saber qué hacer, a querer estar adentro, a querer estar afuera, a pedir que le juegues, que lo saques de paseo, a ladrar hasta hartar al vecino, y a tirarse unos pedos que te tumban del mal olor, a veces.

Le cocino casero, arroz con pollo y zanahoria mezclado con pienso mataperros. Acortavidas o mataperros, eso leí en Internet que eran mis croquetas de marca blanca compradas en el super de confianza. Me alarmé, busqué otras. Será una exageración, media España perruna estaría ya enterrada, pensé al cabo. Con todo, acompañadas del manjar que le preparo, serán menos letales, y eso sí, asegurado, la manera de que camufladas terminen formando parte de su dieta. Desde que resolví la cuestión, luce peso justo y pelo brillantísimo, avivado y favorecido por los collares de lona plástica comprados en los chinos, primero amarillo, luego rojo y en el presente ultramar.

Tai es un encanto. Simpático, inteligente, delicado en el sentido de fino, atento, considerado y sensible. Es el mejor perro que hemos tenido, con perdón de los demás, que también eran muy buenos. Tan inteligente que se aburre. Eso me inquieta. Maldita la vida de un perro domesticado. Me estoy planteando si es de recibo que los humanos los tengamos a nuestro encanto sometidos,  sin nada más que hacer que esperar a que sus seres queridos vuelvan al hogar y les haga caso; y eso que el nuestro es un privilegiado, con continua compañía y un lujo de servicio que ni los de la Reina Sofía de España, o los Corgies de Isabel II de Inglaterra.

Lo saco por la mañana temprano. Una vez internados en el bosque, lo dejo suelto. Es agradable ver como disfruta corriendo, yendo y viniendo a su aire. Su agilidad, rapidez y pericia para alcanzar los segmentos de rama seca que le lanzo son increíbles. Treinta, cuarenta veces de ir y venir, así podríamos pasar el día entero según su apetencia. Lo hago para que gaste energía y me deje luego continuar con los demás quehaceres sin la percusión encima de su mirada implorante.

En estos días me estoy recomponiendo. Llevamos tres sin el paseo habitual. Ha sucedido varias veces. Que se echa sobre otro macho, o empieza el otro sobre él. Se encuentran. Se huelen o no se huelen. En algún momento, de repente, parece que se van a matar. A degollarse a dentelladas. Emitiendo unos amedrentadores guturales sonidos. El otro humano grita. Yo grito. Esa instantánea natural expresión, tan contraproducente, según el sentido común y la sapiencia de los acostumbrados. Tratamos de separarlos. Al poco, como por resolución de prestidigitador, quedan desligados y sin ánimo de volver a enzarzarse. Tranquilos. Los sujetamos. Cada uno de su correa al collar. Palpamos a nuestros respectivos. Babeados. Parece que no ha pasado nada. Tan solo tirados de los pelos en la reyerta. Mi perro vuelve a casa cabizbajo. Su paseadora con el ánimo encogido y nulas ganas de volver a sacarlo.

Hay un boxer en la urbanización que con su careto de cascarrabias es odiado por todos los demás caninos a mil leguas alrededor. Ya me advirtió, recién llegada de Cambridge, el vecino de la chica inglesa que falleció, que a su husky lo atacó de pleno, con mordida incisiva y todo. Pues a ese boxer se le tiró Tai, en su primera acción de macho, y vino su dueña, una histérica holandesa, también conocida en cuatro mil leguas a la redonda por sus excesos poco humorísticos, con la factura del veterinario y amenazas de acudir a la policía, sin un rasguño que hubiera, o punto de sutura sobre su can. Pero eso sucedió en el asfalto, y ya lleva el asunto largo tiempo solucionado.

Debería en adelante llevar a Tai atado en toda ocasión. Esto me fastidia de lo lindo. En el noventa por ciento de los casos hacemos el recorrido sin encontrar un alma. En un nueve por ciento nos cruzamos con paseantes y sus perros que entran en amistad. Maldigo ese mínimo del encontronazo.

Habría que castrarlo. Me asciende un ligero escalofrío por mis partes correspondientes al pensarlo. Mi marido y Simón se lo deben de imaginar bastante más acercado a su propia anatomía. Dicen en veterinarios y protectoras que es una medida conveniente, e incluso beneficiosa a la larga para evitar tumores malignos. Hace tiempo que lo estamos valoramos.

Entre los que me encuentro por el bosque con perros o sin ellos, aun sin consultarles, recojo opiniones encontradas. Si llevo a Tai atado, que mejor libre. Si lo llevo suelto, que mejor sujeto de la cadena. Hay empate. Coinciden sin embargo en que castrar es una magnífica opción que favorece a todos. Incluso evitaríamos que se escape de casa cuando los efluvios de sus pares en celo llaman a las puertas, que cruce la carretera en su búsqueda, aunque últimamente parece haber entendido, que tras la pretendida jodienda llega la reprimenda, y se queda.

Ya se lo vengo diciendo a mi hijo, que ahorre.

Lo paradójico es que Simón está ahora en Madrid conviviendo con los dos perros de su novia. Unos plomazos, según él, faltos de la listeza y otras magníficas características del suyo. En atención a lo cual los tiene que aguantar,  queriéndolos más o menos, por amor a ella.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Gusto por los de mi especie

El perro y el mar - S.M.
"Si en buena pradera te acuestas, con vacas alrededor te levantas", eso deberíamos haber sabido los del viaje a Rusia antes de acampar rendidos. Despiertos al amanecer por un criminal zarandeo en los sueños, tensores vencidos, agarrados al techo para paliar las acometidas, a cada envite diferente la catastrófica forma que se cernía sobre nuestras cabezas, con ánimo de tumbarnos, muertos, asesinados, empanados entre una masa de lona amorfa en mitad de la campiña nordeuropea, hasta aventurarnos a abrir la cremallera y dar con la placidez rumiante, que nos pateaba sin pretender la tienda plantada a ciegas la noche anterior.

Cagada de vaca, la odiaba. En mis veraneos de niña en la alta montaña, llenaba las angostas calles con su boñiga y mal olor. Sin turistas, sin nadie, en un pueblo solo conocido por sus escasos habitantes, a donde ni siquiera el ratón Pérez llegaba. Lo pasábamos fantástico; el río, la cascada, los prados arriba, y unos vecinos del portalón de enfrente, entrañables personas que nos adoptaron desde el primer encuentro. Mi madre corría de noche al hotel, único lugar con enlace periódico al mundo de la provisión donde conseguir chocolatinas que poner bajo la almohada de algún súbito desdentado hermano mio. Yo la acompañaba, resonando las pisadas vigilantes por los oscuros callejones. No se crea que siempre me hayan gustado los animales y sus consecuencias. La leche de esas bobinas de los pirineos era espantosa, tan natural que daban ganas de vomitar.

En mi casa del llano había una vaca que soltaba leche de sabor más suave. La adquirió mi tío Ángel cuando nací, para que creciera alta la primera hija-sobrina-nieta de la familia. Venía un hombre a cuidarla y ordeñarla. Alcanzó a todos, los que esperábamos las vacaciones en la playa, para tomar a litros la riquísima homogeneizada de botella de compra en el supermercado.

De los pastores alemanes que habitaron sucesivos en el patio, como el pariente que te ataca, solo tenía presente que eran de mal fiar y que uno lastimó cierta vez a mi hermano Pasqual, no obstante ser este el común de las pupas, el que por fierros o por lo que fuera llegaba a cada tanto con tajo y chorreón de sangre, entre los gritos despavoridos de mi madre, a cobijarse en el regazo de ella.

Todo hay que decirlo, que gracias a la vaca, o más bien a la falta de su pretendido alimenticio líquido, fue que me tocó un televisor. Con la colaboración del perro, uno de esos pastores, Buck, Blum, Sam, que se metió un día y derramó el recipiente con lo recién ordeñado. Entonces mi madre me mandó a la tienda, a buscar la que supliera, y pasé horas delante de un montón de latas de condensada, hasta elegir la que me pareció podía contener el premio anunciado. Como así resultó, cinco figuritas de La Lechera, la conocida pastora de la marca con barreño sobre la cabeza, me salieron al arrancar, impresas en el reverso de la etiqueta. Regalo mayor, que nadie en mi casa quería ir a recoger, por temor a la prensa o televisión. Media España viéndonos recibir la tele portátil, ¡que horror!.

Todo hay que decirlo, aunque me suena, con otra excusa, mediante otra vertiente, haber desembocado antes con mi lengua cuentista de la lechera sobre la muela de mi fantástica suerte infantil, que más bien en los instantes de merced se reiteran los apéndices sensitivos de los lejanos recuerdos, siempre que el ex niño haya superado incluso el mismísimo trauma de nacer.

Y volviendo.

Ahora me urge la proteína cárnica sintética para poder seguir admirando la sensualidad agradecida de un ciervo, un pez o un caracol al tacto cariñoso de un humano, sin pensar en que me estoy comiendo a los de mi propia especie. Mas antes corría kilómetros, aterrorizada, perseguida tras mi bici por un perro ridículo, de risa en cuanto a su facultad de poder arrancar de una dentellada un cacho de extremidad a alguien, pero yo pedaleaba, sudaba y temía como si me estuviera persiguiendo un felino con ansias de devorar a la humanidad, hasta que venía un salvador a rescatarme. Así de pueblo a pueblo, en múltiples penosos casos, de habitación en habitación, cerrando puertas a ras de su mordida, evitando desesperada el ataque, los chuchos siempre a mi búsqueda, pensando quizás que sería un juego el mío. Deseaba cada verano que se hubiera fundido el del tamaño de una pulgada, perro bastardo de la familia de unos tíos que nos invitaban a navegar, y por consiguiente al primero que me tenía que enfrentar en su propio terreno, cuando cruzaba el umbral de la casa suya con el recado de que ese día iríamos al barco. Luego él se repetía allí, paseando su costumbre tan ufano sobre la borda, fastidiando de lleno mi bienestar marinero.

Tampoco soportaba los excrementos de cordero. Cuando había pasado el rebaño era terrible. Al menos a mí se me cortaba de plano el inescrupuloso juego en el campo de la masía tras el reguero de bolitas.  En verano nos compraban pollitos, en el mercado de Gerona, uno para cada uno de los nueve primos. Ellos los cogían y acariciaban; yo lo intentaba, pero un freno me impedía ir más allá de tocarle por un instante las plumitas al mío.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Antes de la reunificación

La comida más mala en la vida la he probado, luego de lo ocurrido, en un parador de la autopista a Berlín, esa de la que ni por asomo se nos ocurrió alejarnos una pulgada antes de llegar a destino. Fuera del cloruro de magnesio cristalizado disuelto en agua, que no entra en menú, lo más horrible fue esa vez en Alemania, avinagrado todo hasta la náusea, incluido el postre. Creo adivinar, entre los del Este o los del Oeste, por quién estaba regentado el comedor. Si los mismos que aportaron los marcos para el arreglo de las autobahnen a través de su tocayo país enemigo, hubiesen tenido en cuenta a los estómagos en la ruta, bien me hubiera podido comer a gusto un Frankfurt Bockwurt al estilo internacional, en mesa de fast food sin pata coja, y saberme a riquísimas las salchichas, de las que en general soy poco entusiasta, acompañadas de un refresco al menos bebible.

Easter - Mona con huevo de Pascua - S.M.
En mi casa de la infancia se mataba al cerdo una vez al año. Para la época de nuestra fallida excursión a Rusia, rabeaba agonizante la tradición que terminó. En su álgido tiempo nos levantaban temprano a los niños para el matadero. Aguardábamos en sala de espera como en el doctor. Íbamos con el cerdo en jaula y regresábamos con su cadáver en contenedores. Era el privilegio de esa jornada invernal. Luego al cole. Una vez lo vi en directo, en el campo, agarrado de un gancho al morro, gritando como un marrano, luego el cuchillo despanzurrador, demasiado para el cuerpo de cualquiera. Me tapé los ojos, como suelo en el cine en las escenas de extrema sangre y truculencia.

Venía la mondonguera a pilotar la labor de despiece y elaboración de la chacina. Todos arremangados, tela blanca especial para cubrir, delantales primorosos, las mujeres al frente, trozeando, metiendo en barreños, aderezando, los jamones para su cura. Ayudar a embutir era juego de niños tras la escuela. Fiesta en jornada de diario. Los amigos a catar la carne venían al anochecer, los padres con sus hijos, las primeras morcillas del perol entre pan para degustar. Pie en la gota derramada, el suelo resbaloso hacia el final, en ese lugar para la ocasión, caldeado hasta el ardor por la lumbre del hogar y los cuerpos reunidos, a resguardo del helado exterior. La desventaja, a parte de pensar en la suerte del pobre animal, era que luego tocaba cerdo en el menú durante semanas. El temido morro, con unos pelillos duros que se notaban al tacto de la lengua, lo tenía que comer, sin remisión, para sacarme el melindre, así me quedara por horas sentada a la mesa.

Últimamente viajo poco, en coche o en cualquier otro medio de transporte. Ello tiene el beneficio en tierra de hacer que baje a casi cero la probabilidad de cruzarme por la ruta con uno de esos camiones azuzadores de la conciencia, cargados de aves o mamíferos, llevados hacia su mejor destino, que es el de abandonar cuanto antes este mundo de calvario al que los tenemos sometidos. Entonces deseo que nuestra ciencia avance rápido en hacer crecer entrecots y demás viandas proteínicas a partir de células madres pluripotentes o lo que surja de la investigación. Cuando suceda decidiré si me hago vegetariana o sigo incluyendo en la dieta esa ración que se llamará como se llamará*, pero que ya no será.

* Animal: Ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso 
                          (Primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española)

domingo, 9 de noviembre de 2014

Muro de protección antifascista

Trabant 601
El guardián se lanzó como perro de presa sobre la cámara fotográfica de mi amiga en cuanto esta la saco del bolso con la intención de llevarse a casa la muestra de nuestro garbeo por la Alemania del este, entonces dominada por la hoz y el martillo en pedestal sobre cada semimustio parterre al frente de cada edificio de policía en cada rematadamente marchito pueblo por los que pasamos, o eso vimos en el que nos detuvimos, yendo directos a meternos en las fauces de nuestro insospechado enemigo, quién no nos estaba esperando, y sin embargo, les aparecimos. Porque no era uno, eran varios los agentes del orden estatal alterados por nuestra presencia, cuyos nervios irían en aumento conforme vieran serpentear cuesta arriba en su dirección a nuestro viejo voluminoso Mercedes.

Poco antes estábamos en Ginebra, Suiza, frente al lago Leman, con unos cucuruchos de helado en las manos discutiendo junto a un parterre de valla baja cuajado de rosas espinosas la ruta a tomar en nuestro viaje de una semana a través de Europa. Ante la pequeñez de las distancias tomadas a dedo sobre un mapa desplegable de papel, a uno de nosotros se le ocurrió que ya que estábamos, bien podríamos acercarnos hasta Moscú, idea aprobada de inmediato por el resto.

El coche nos lo había prestado el padre de una de las chicas. Ella le dijo que era para ir a Galicia, un trayecto considerable aunque sin salirse de las fronteras españolas, así que el hombre se lo dejó, para que se airearan los cinco catalanes recién aprobados del segundo curso universitario, que sin embargo no entendíamos que pasaba cuando en los bancos suizos abrían desmesurados los ojos y se ponían a vociferar ante nuestra petición de cambio de moneda para la Unión Soviética.

Sucedía que se acercaba el fin de semana y queríamos disponer de efectivo para gasolina y demás necesidades en la ruta. Sin aclararnos por el idioma, con los cajeros humanos enloquecidos y los automáticos inexistentes por entonces a gran escala, decidimos tomar vía hacia Berlín y ver de proveernos por el camino.

Gasolinera ni una, solo cobertizos desvencijados en mitad de una campiña ondulada salpicada de chatarra herrumbrosa en forma de maquinaria agrícola y agrupaciones de casas sombrías que cruzábamos sin pensar en posible transacción comercial,  hasta detenernos en la plaza de un pueblo de aparente mayor empaque junto a un surtidor con candado echado y aspecto de no haber soltado un chorro en años. Vacío todo de gente alrededor, al poco aparecieron algunos sujetos con billetes en las manos caminando en nuestra dirección sin terminar de acercarse. Al que más se aproximó le preguntamos por lo mismo que ellos andarían buscando. En el otro lado de la explanada unas pocas latas sin etiquetar se mostraban tras la extensa vidriera de una tienda de ultramarinos. Cuatro perchas de armario colgando prendas sin moda deslucían expuestas en el escaparate vecino. El intenso color de un cartel de metacrilato con el logotipo de un banco o de una caja era difícil de imaginar en ese contexto, y en caso de conseguir efectivo, tendríamos que ver quién nos iba a abrir la llave de paso que permitiera trasvasar a nuestro depósito el hipotético fluido del tanque bajo tierra.

Menudo panorama. De haber estado al corriente hubiéramos podido cargar  con unas cuantas copias de la novela de Pasternak, Doctor Zhibago, para ver de distribuirlas entre algunos habitantes de esa población  fantasma. Igual la CIA nos premiaba por la labor de sabotaje, pero el fin de semana estaba al caer y eso era lo único que nosotros sabíamos y temíamos.

Mejor preguntar por la policía, razonamos en vista del aturdimiento y lo poco en claro que pudimos sacar de los que trataban de explicarnos. La policía nos informará, o incluso ayudará en caso de vernos muy despistados. Police, polizei, politsiya, eso se entiende en cualquier idioma. Fue una idea acertada. Ante el término de inmediato se sacudían nuestros interlocutores el aire cansino y polvoriento para guiaron con gestos avivados hacia el camino de un cerro despoblado a cuyas faldas comenzaban las edificaciones del pueblo.

Antes de dar con ese universo que nos retrotrajo de golpe a los tiempos de unos imaginarios menesterosos antepasados, nosotros viajábamos tan gustosos por la autopista, con la libertad que daba disponer de coche y primera edad de conducirlo. Yo atrás medio adormilada, con el torso de mi amiga estrujado contra mi regazo, observaba el paisaje y me preguntaba sin ánimos de responderme el porqué de la gigantesca altura de la valla alambrada que se extendía paralela a mi derecha conforme los kilómetros avanzaban. Quedaba claro que no corríamos el peligro de toparnos con una gacela. Al primer desvío que nos pareció decidimos adentrarnos fuera de la general. Sí que vimos un garito, luego reparamos, como puede encontrarse a la entrada de cualquier urbanización de semilujo, con guardias de seguridad a las puertas, que en esa ocasión estarían dados vuelta o tomándose un refrigerio, el caso es que sin el menor esfuerzo penetramos.

Camino hacia nuestro destino moscovita, en Suiza nos pasaron dos cosas en la carretera. Una, es que fuimos perseguidos por los gendarmes motorizados, después de haber indagado en un área de servicio la posibilidad de reducir la cifra en el contador kilométrico de nuestro vehículo. Otra, es que frente a nosotros, en lo alto del más bucólico de los parajes, vimos volar, saliendo disparado desde la carretera, a un flamante Porsche rojo, que como ralentizado en el tiempo describió en el aire frente a nuestras miradas una interminable media parábola en descenso, yendo a aterrizar al fondo, en lo bajo de la más preciosa de las hondonadas, junto a un regio alpino caserón de madera con flores en las balconadas, en una irrealidad, que el ambiente húmedo tornaba más de película si cabe, potenciando el verde, el rojo y el gris de la acción, hasta que salieron los de la casa abajo, con unas mantas a cubrir los cuerpos que habían salido despedidos, quedando a la distancia como bultos desperdigados sobre el pasto, y eso nos devolvió a la ruta y a transitar con cuidado y en silencio.

Tras detenernos por un rato en el Tirol de las montañas nevadas, los relojes de cuco y los trajes típicos, nos fuimos de Austria cuando ya la rabadilla de nuestra compañera empezaba a darle síntomas de una fuerte irritación. Así que Munich supuso simple parada dónde buscar hospital. Un doctor negro y otro con pendiente de aro en la oreja, altos, atractivos y de trato informal, de una modernidad nunca vista antes por nosotros en el ámbito de la atención sanitaria, la reconocieron y al resto nos dieron instrucciones para las curas. Resultaba que un enorme grano purulento había instalado su promontorio entre las dos otras prominencias del trasero de nuestra amiga, hasta el punto de impedirle aposentar el coxis sobre su asiento de viajera.

Nuestro abusado auto, al que le esperaba más adelante en la Alemania próspera un achaque y la sentencia para el desguace, en la prohibida de entrar semejaría el de un importante, un alcalde, o traducido a lo de allá, el de un jefe local del soviet, si hubiera sido posible, más como eso era del todo improbable, entonces la Policia Popular del lugar tenía asegurado que los que venían subiendo hacia su posición de atalaya proveníamos del otro lado del cerco.

El que le arrancó la cámara y el carrete de su interior a mi amiga tuvo ocasión de hacerlo porque ella fue un tanto inconsciente de la furia que podía despertar su acto frente al oxidado símbolo del imperio, dado que ya se vio nada más descender del vehículo que iba en serio el jaleo que se armó a nuestro alrededor, como si hubiéramos metido vara en un hormiguero, o más bien avispero, con todos los aguijones apuntando hacia nuestras personas.

Así acabamos por turnos en las mazmorras del cuartelillo, tres adentro y dos afuera esperando en la calle a que resolvieran que iban a hacer con nosotros. Su teléfono ardía de llamadas que iban y venían. Hasta que pasadas unas horas llegó a recogernos una escolta que parecía propia de un jefe de estado. Coches adelante, atrás y motos a los costados para devolvernos a la ruta directa a Berlín, con la promesa jurada y firmada de no volver a salirnos en la vida del cauce.

Sucinta información histórica

En 1945, después de la rendición incondicional de la Alemania Nazi, los aliados acordaron en las Conferencias de Yalta y Potsdam dividir Alemania en cuatro zonas de ocupación militar, los tres sectores más al oeste bajo jurisdicción de franceses, ingleses y estadounidenses respectivamente, el del este a cargo de la Unión Soviética. En Berlín, ciudad enclavada dentro de este último sector, se repetía asimismo la distribución a cuatro bandas.

Dada la completa diferente visión de gobierno, el enfrentamiento político, económico y de cualquier índole se fue recrudeciendo entre el sector occidental, liderado por Estados Unidos con su sistema capitalista, y el oriental por la Unión soviética con el comunista. Hasta quedar instaurado hacia 1948 un término que definiría la situación: Guerra fría. Ese año el ejército soviético bloqueó los accesos por tierra a Berlin Occidental y los aliados abastecieron por corredor aéreo durante años la ciudad.

El 23 de mayo de 1949 se crea la República Federal de Alemania (RFA procapitalista).
El 7 de octubre de 1949 se crea la República Democrática de Alemania (RDA comunista).

Entre 1949 y 1962 dos millones setecientas mil personas abandonaron la RDA en dirección a Occidente. Solo en el año 1960 doscientas mil personas se mudaron de forma definitiva al oeste.

En la madrugada del domingo de verano 13 de agosto de 1961, unidades de la Policia Popular y de la Policía de Transporte, con mano de obra de los llamados "trabajadores de combate" -discutido si eran voluntarios o a la fuerza- arrancaron en primera medida adoquines y tendieron rollos de alambre de púas, para separar en unas horas el Berlín oriental bajo la órbita de Rusia e incomunicarlo para siempre del resto occidental de la ciudad.  Acto seguido levantaron el muro divisorio, y tapiaron las puertas y ventanas de los edificios en que coincidía su fachada con el término clausurado y por dónde los de última oportunidad se lanzaban en un intento de salida. La razón dada para el aislamiento fue la de proteger a su población, alegando que sus vecinos del Oeste no habían sido totalmente desnazificados después de la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1961 y 1989 más de cien mil ciudadanos de la RDA intentaron huir a través de la frontera interalemana o el Muro de Berlín hacia el mundo libre. Más de seiscientas personas fueron abatidas a tiros por soldados fronterizos de la RDA o murieron de otra forma al intentar huir hacia la RFA o más allá. Tan sólo en el Muro de Berlín hubo unos cinco mil intentos de escapatoria, con sus consecuentes más de cien muertos.

Desde 1971 estaba regularizado el tráfico de los occidentales por algunas carreteras de la RDA. En los años setenta y ochenta el gobierno de la RFA pagó millones de marcos alemanes para el arreglo y mantenimiento de las altamente valladas Autobahnen de tránsito entre la República Federal de Alemania y Berlín occidental.

Pero en 1989, un radical cambio político aconteció. La madre Rusia comunista y los cercanos prosoviéticos gobiernos perdieron poder y el 9 de noviembre, después de semanas de disturbios, el gobierno de Berlín Este levantó la prohibición de cruzar por los seis pasos en el muro hasta entonces fortificados, comenzando el público entre cantos a percutir en el cemento y a derribar la barrera. Los gobiernos de ambos lados acabaron de retirar los escombros. 


A la medianoche del 3 de octubre de 1990 se proclamó la reunificación de Alemania, bajo el estruendo de los fuegos artificiales y el tañido de la Campana de la Libertad.

Hoy se cumplen 25 años de la caída del muro de Berlín.

sábado, 25 de octubre de 2014

Una cuestión

Cada mañana tras tomar la fruta me preparo unas tostadas con tomate y aceite que acompaño con unas cuantas aceitunas. Con el pensamiento fuera del acto mismo desenrosco la tapa del tarro de cristal, me sirvo mediante cuchara sopera la cantidad de esferas verdes que a ojo me parecen y las deposito entre las juntas de los cuatro rectángulos de pan de cereales sobre el plato. Luego me instalo frente al ordenador a leer las noticias mientras ingiero esa segunda parte del desayuno. Atenta y sensible ante las circunstancias de los otros, y sin considerarme una sádica, gozo de ese gran momento entretanto me informo de las catástrofes, y demás nuevas de interés, por consiguiente ingiero pan-oliva-pan-oliva sin enterarme de lo que voy metiendo al buche. Lo curioso es que prácticamente cada vez, luego de haber dado cuenta del pan, junto a su rastro de aceite, migitas y semillas, me encuentro en el plato a dos olivas restantes.
Podrían haber sido tres olivas, ninguna, o que me faltaran ¿Porqué me sobran casi siempre esas precisas dos?. Esa es la cuestión. 
¿Será que tenemos una medida mas o menos otorgada incluso para las nimiedades, lo mismo que tenemos una medida de pie, un largo de cabello que nos crece mes a mes diferente en décimas de milímetros para cada cual, será que hay un tiempo constante establecido de duración de nuestro habitual gel de ducha si es que otros no se ponen a compartirlo?. Igual es que estamos establecidos desde siempre inclusive para el instante en que se nos ocurre rascar nuestra espalda o ponernos a suspirar.

Leí una vez haberse reencontrado unos mellizos idénticos separados por las circunstancias desde el nacimiento, y que, amén de las diferencias, se veían muy parecidos tras cincuenta años en el detalle de lucir anchos cinturones de cuero marrón repujado y hebilla plateada labrada con motivos florales, no especialmente a la moda, o lucir bigote, recortado siguiendo un mismo patrón. Igual vi en otro artículo las fotos de las manos comparadas de unas gemelas cuyas vicisitudes transcurrieron incluso en diferentes continentes durante toda su vida de setenta años y al juntarse luego de nunca haber sabido la una de la otra lucían joyería, en el mismo estilo, tamaño, cantidad y distribución de anillos y pulseras, resultando un sui géneris modo de adornarse.  Una conocida de mi madre llama a su hermana gemela a doscientos kilómetros de distancia cada vez que siente que a la otra le debe de estar pasando algo, aunque sea ligero,  y le pasa, un resfriado, por ejemplo, un dolor de cabeza, y la del otro lado al teléfono lo tiene. 

Voy a parar. 
Estoy pensando que igual podría convertirme en una oradora para el Reader's Digest.

PD: Tema a parte es que de ningún modo me apetezca consumir las olivas restantes y se me presente a diario la disyuntiva existencial entre si tirarlas a la basura, guardarlas en tupper aparte o devolverlas al bote.

jueves, 16 de octubre de 2014

Fin del blog


Anuncio a mis amigos seguidores que a partir de este instante doy el blog por acabado, y de mi nueva cosecha os regalo una flor, como muestra de mi ardor hacia vuestro entregado trabajo de leerme.
Con mi gozo en un pozo, según habla el dicho, reconozco haber quedado lejos del mínimo requerido por la empresa para continuar. Sin público de carne y hueso respaldando mis deseos, la salida en un mercado de cualquier tipo se hace inexistente, por tanto me retorno a las cavernas, liberándome de la espera, de lo que me pudiera venir dado desde afuera. 
¿Porqué lo notifico en esta precisa fecha, si llevo dos años con mi físico fuera del motivo de mi blog, la estancia en Inglaterra, y diez meses sin escribir una entrada?.
Pues justo porque hoy me he sentado de nuevo con las ganas de contar algo y como no sé donde poner lo que pueda salirme en adelante, he pensado que a continuación. Para qué voy a guardarlo apretujado en una carpeta que se me extravíe entre la maraña de contenidos que tengo en el ordenador, mejor lo suelto aquí y que viva a sus anchas en el vacío de este mi espacio cibersideral.

Ahora mismo estoy ganándome la vida de comercial, -al, al-, eso me sube por momentos la adrenalina, pero lo siento un tanto escaso de contenido para saciar el apetito de mi inquietud. No obstante, creo que la tarea de buscar clientes me acelera las neuronas, me da ímpetu de sobras, y creo que es ese remanente el que me ha movilizado en el sentido de volver aquí.

Mi época del blog fue gloriosa, un triunfo total para mi misma, un tiempo de juego maravilloso, empeñada en darle forma a la forma que pretendo, una que me satisfaga, tanto mientras, como al final, -al, al-.

También he practicado estos últimos meses con los programas de Photoshop e Illustrator, que me encantan a la vez que demuestran mi cuantiosa falta de pericia en esos manejos, en principio pensados para el retoque fotográfico y la ilustración vectorial, pero susceptibles de encontrarles otras cuantísimas aplicaciones, encarándolo más bien por mi parte hacia el dibujo y la coloración.