sábado, 5 de febrero de 2011

Adiós a los despachos III

Cambridge Science Park - S.M.
Menos mal que no me he quedado coja de las dos piernas. 
Con el director expulsado y la subdirectora que se ha tomado unas vacaciones de dos meses el hostel ha quedado a nuestra merced y vuelve a ser un lugar simpático que funciona a la perfección. Ya me daba cuenta antes de que eramos un equipo excepcional capitaneado por dos tontos.
Al final resultó que Dalila no era australiana, sino de Nueva Zelanda, como el director ladrón, que se la hizo traer desde otro hostel en el que trabajaron juntos para nombrarla segunda de a bordo en este de Cambridge. Está claro que el refranero siempre lleva razón: Dios los cria y ellos se juntan. Pobres los neozelandeses, menuda delegación tenían en esta plaza. Para contrarrestar no tengo más que acordarme de la película El piano, de la directora neozelandesa Jane Campion, o de mi querido gladiador, el actor Russel Crowe, aunque solo haya nacido en ese país.Les conté la anécdota del guante a mis compañeros del hostel y les encantó. Encima, al saber que estaba libre por las tardes, el jefe de cocina me va proporcionando suplencias para el servicio de cena.

Corre por la red un sketch en el que se ve a una empleada doméstica de espaldas restregando con rabiosa energía las paredes internas de un retrete. A continuación tira de la cadena y devuelve despechadamente a su lugar, en el vaso sobre el estante del lavabo de su patrón, el útil que acaba de emplear. Parece una escena sacada de Torrente, el brazo tonto de la ley, la esperpéntica y muy buena película, la primera solo,  del director Santiago Segura. El vídeo que me llegó por e-mail no incorporaba ninguna moraleja, pero mi marido había recibido una versión que si la tenía; esa es la tendría que reenviarle a Dalila, aunque no se si dos meses de asueto le alcanzarían para sacar conclusiones.

Para ser justa tengo que contar que algunos momentos cordiales sí viví en las oficinas de la farmaceútica.
Tengo que decir que las diferentes mujeres que atendían en el mostrador de entrada de las oficinas de la farmaceútica saludaban todas muy amablemente, pero claro, en este país le va en el sueldo a una  recepcionista mostrar una amplia sonrisa a cualquier persona que entre por la puerta, cosa que se agradece.
También llegué a conversar algo con un chico estonio y a cruzar algunas palabras con otro polaco, con una pareja eslovaca y con un chico inglés espigado y guapito que luego dejó de venir. Pocos días antes de irme se incorporó una española, Ruth, restauradora de antigüedades de Palencia, que me contó que estuvo trabajando dos meses en un hotel a las afueras de Cambridge y que en una jornada de nueve o diez horas a destajo le permitían un único descanso de quince minutos, en el que servían al personal de habitaciones los restos de los desayunos de los clientes, y no podían coger cubiertos limpios, sino lavar si querían los que ya habían sido utilizados.

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