lunes, 3 de diciembre de 2012

Conversación in crescendo


Mi padre era hombre de pocas palabras en casa, no recuerdo haber cruzado cuatro seguidas con él en toda la infancia, como tampoco en la adolescencia, aunque lo acompañé entonces en dos viajes que hicimos solos; pero en fin, son cosas que pasan, nada para quedar traumatizada.
En mi época de estudiante y viviendo en residencia universitaria, cuando mis padres venían a Barcelona y nos encontrábamos, solían llevarme a un restaurante parrilla que a él le gustaba, donde se pedía y me hacía pedir un buen pedazo de carne, sendos considerables chuletones de Ávila. Mientras comíamos yo conversaba con mi madre, en tanto él permanecía entre la vianda y sus pensamientos. Luego me depositaban en la residencia y hasta la siguiente ocasión. Tan pronto veía alejarse su coche por la Diagonal, me asaltaba una honda pena. Era absurdo, lo reconocía, pero no podía evitarlo, justo seguido de acabar de demostrarme su preocupación por mí. Que tonta. Era claro el hombre me quería, por lo menos bien alimentada.
De bien mayor quise solucionarlo.
Empecé por la primera conversación que tuvimos al teléfono. Fue casi un monólogo por mi parte, pero por algo se comenzaba.
Le dije que repensara lo de no acudir a mi boda, que se celebraba al día siguiente, porque de seguir con la idea se quedaría sin ver crecer a los niños que yo ya tenía, y eso sería irrecuperable, porque por más que luego suavizara su parecer y yo pudiera empezar a visitarlo, para mis hijos habría pasado la etapa, y lo desconocerían como abuelo. Tomé aliento. Y si por el contrario aparecía, entonces podríamos comenzar a ir a su casa y ellos a tratarlo. Al colgar me quedé encantada de haber hilado tantas frases seguidas con él al otro lado de la línea.
Poco a poco conseguí estar sentada a su lado sin temerle al vacío linguístico, valorando entre los dos la tortilla de espinacas, la situación política o cualquier otro tema corto de tratar y no comprometido.
Ya con mis hijos crecidos y levantados de la mesa mi padre se desahogaba cuando iba y estábamos sentados con mi madre, explicándome hacia el fin de la comida los líos de los negocios familiares, porque a ella ya la tenía un poco agotada de tanto repetirle cada día lo mismo, así que como cara diferente la mía le valía
A fin de últimas me quedé satisfecha, en el sentido de haber logrado un avance con él. Lo único que a veces he pensado es si pensaría que mi acercamiento era interesado.
Hace pocas semanas mi tía Elvira, la hermana de él, me contó una anécdota sobre su abuelo que me hizo acordar del asunto. Resulta que una hija de ese hombre tan idolatrado por mi padre le dijo al suyo que  hacía mucho que no iba a visitarla, ella estaba casada en un pueblo de los alrededores y lo invitó a que fuera más a menudo  a su casa, deseosa como estaba de atenderlo con todo su amor y cariño, a lo que el padre le respondió que perfecto y comprendido, pero que recordara que él ya lo tenía todo arreglado.
Mi tía contaba la anécdota sin mueca de diversión u espanto. A mi me hizo pensar en el dicho popular, que "de tal palo tal astilla", pero mi bisabuelo murió contento y mi padre también; ambos hubieran suscrito de seguro lo que dice la canción, "I did it my way"- "Lo hice a mi manera", y se acabó.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Lluvia de otoño


En los primeros días de mi llegada a España quedé con mi amiga Carlota y su amiga Isabel a tomar algo, ellas habían venido en tren desde Barcelona por ver alguna película en el festival de cine y pasar el día junto al mar en mi pueblo tan apetecible. "Llovían gatos y perros", según expresión inglesa, es decir, caía un tormentón, el doble de copioso que el más  fuerte visto en Cambridge en dos años, el que para mi sorpresa dejó inundados multitud de bajos y a la biblioteca municipal obligada a una movida de libros dentro de su espectacular edificio de relativamente reciente inauguración. Sin embargo mi pequeña ciudad mediterránea resistía bastante bien mientras caminaba hacia el lugar de la cita sin escuchar ululares de sirenas o ver coches en la riera arrastrados por la corriente.
Nos sentamos en una terraza a pocos metros de donde rompían las olas. Apenas se diferenciaba el color del mar del del cielo o el de la arena en tanto la lluvia batía contra el acristalamiento, Carlota iba ataviada con un chubasquero naranja que rompía la monotonía cromática y le confería aspecto de navegante, aunque nos mantuvimos al seco, cual reinas del confort tomando unas cervezas. Encima ellas pidieron unas sardinitas y unos calamarcitos, que por algo estaban en la costa. Era fin de semana y  había bastante gente resguardada allí, aunque por fortuna encontramos una mesa libre.

Carlota me dijo que algún día deberíamos encontrar el  medio de contar juntas lo que acontece con las mujeres en temas de herencia en esta sociedad nuestra catalana, tan avanzada como se cree, pero en la que siguen vigentes al respecto costumbres trogloditas que nos discriminan y sobre las que se cierne un manto de silencio que las hace parecer inexistentes.
Entonces me di cuenta de que algo les había contado a mi pesar, en esa u en otras ocasiones, en tanto les explicaba que no me interesaba para abordarlo personalmente el tono de denuncia, a parte de que el  tema, merecedor sin duda de ser puesto en evidencia por alguien que lo sienta, no iba demasiado en la línea de mis intereses. 
Sea por nuestra ligazón de infancia o por nuestra manera de relacionarnos en el presente, cada vez que nos juntamos Carlota termina soltando lágrima. Luego me llama para disculparse, para decirme que no suele ser así, pero ni falta hace que me lo comente, entiendo que es hasta gustoso dejarse ganar a veces por la sensibilidad.
Nuestras madres siguen viéndose, como mínimo una vez a la semana cuando se juntan las amigas del grupo en la institución del té que llevan tomando desde hace más de cuarenta años. Nuestros padres también se frecuentaban; el suyo todavía vive; Carlota me dijo que con él apenas había hablado en la vida, cosa que me sorprendió, pero claro, no era de extrañar, a pesar de sus modales burgueses su padre y el mío habían mamado de la  misma recóndita tierra. 
Carlota hace ya bastante que visita a sus padres acompañada por Isabel. Su padre se preocupa de que la amiga esté bien servida, que se sienta cómoda, su madre también, pero evitan meterse por caminos de palabras descubridoras. A mi madre le encantaría que la madre de Carlota le contara, que se sacara un peso de encima, por ella y por la hija, pero parece que todavía el dominio está inmaduro.