En los primeros días de mi llegada a España quedé con mi amiga Carlota y su amiga Isabel a tomar algo, ellas habían venido en tren desde Barcelona por ver alguna película en el festival de cine y pasar el día junto al mar en mi pueblo tan apetecible. "Llovían gatos y perros", según expresión inglesa, es decir, caía un tormentón, el doble de copioso que el más fuerte visto en Cambridge en dos años, el que para mi sorpresa dejó inundados multitud de bajos y a la biblioteca municipal obligada a una movida de libros dentro de su espectacular edificio de relativamente reciente inauguración. Sin embargo mi pequeña ciudad mediterránea resistía bastante bien mientras caminaba hacia el lugar de la cita sin escuchar ululares de sirenas o ver coches en la riera arrastrados por la corriente.
Nos sentamos en una terraza a pocos metros de donde rompían las olas. Apenas se diferenciaba el color del mar del del cielo o el de la arena en tanto la lluvia batía contra el acristalamiento, Carlota iba ataviada con un chubasquero naranja que rompía la monotonía cromática y le confería aspecto de navegante, aunque nos mantuvimos al seco, cual reinas del confort tomando unas cervezas. Encima ellas pidieron unas sardinitas y unos calamarcitos, que por algo estaban en la costa. Era fin de semana y había bastante gente resguardada allí, aunque por fortuna encontramos una mesa libre.
Carlota me dijo que algún día deberíamos encontrar el medio de contar juntas lo que acontece con las mujeres en temas de herencia en esta sociedad nuestra catalana, tan avanzada como se cree, pero en la que siguen vigentes al respecto costumbres trogloditas que nos discriminan y sobre las que se cierne un manto de silencio que las hace parecer inexistentes.
Entonces me di cuenta de que algo les había contado a mi pesar, en esa u en otras ocasiones, en tanto les explicaba que no me interesaba para abordarlo personalmente el tono de denuncia, a parte de que el tema, merecedor sin duda de ser puesto en evidencia por alguien que lo sienta, no iba demasiado en la línea de mis intereses.
Sea por nuestra ligazón de infancia o por nuestra manera de relacionarnos en el presente, cada vez que nos juntamos Carlota termina soltando lágrima. Luego me llama para disculparse, para decirme que no suele ser así, pero ni falta hace que me lo comente, entiendo que es hasta gustoso dejarse ganar a veces por la sensibilidad.
Nuestras madres siguen viéndose, como mínimo una vez a la semana cuando se juntan las amigas del grupo en la institución del té que llevan tomando desde hace más de cuarenta años. Nuestros padres también se frecuentaban; el suyo todavía vive; Carlota me dijo que con él apenas había hablado en la vida, cosa que me sorprendió, pero claro, no era de extrañar, a pesar de sus modales burgueses su padre y el mío habían mamado de la misma recóndita tierra.
Carlota hace ya bastante que visita a sus padres acompañada por Isabel. Su padre se preocupa de que la amiga esté bien servida, que se sienta cómoda, su madre también, pero evitan meterse por caminos de palabras descubridoras. A mi madre le encantaría que la madre de Carlota le contara, que se sacara un peso de encima, por ella y por la hija, pero parece que todavía el dominio está inmaduro.
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