El perro y el mar - S.M. |
"Si en buena pradera te acuestas, con vacas alrededor te levantas", eso deberíamos haber sabido los del viaje a Rusia antes de acampar rendidos. Despiertos al amanecer por un criminal zarandeo en los sueños, tensores vencidos, agarrados al techo para paliar las acometidas, a cada envite diferente la catastrófica forma que se cernía sobre nuestras cabezas, con ánimo de tumbarnos, muertos, asesinados, empanados entre una masa de lona amorfa en mitad de la campiña nordeuropea, hasta aventurarnos a abrir la cremallera y dar con la placidez rumiante, que nos pateaba sin pretender la tienda plantada a ciegas la noche anterior.
Cagada de vaca, la odiaba. En mis veraneos de niña en la alta montaña, llenaba las angostas calles con su boñiga y mal olor. Sin turistas, sin nadie, en un pueblo solo conocido por sus escasos habitantes, a donde ni siquiera el ratón Pérez llegaba. Lo pasábamos fantástico; el río, la cascada, los prados arriba, y unos vecinos del portalón de enfrente, entrañables personas que nos adoptaron desde el primer encuentro. Mi madre corría de noche al hotel, único lugar con enlace periódico al mundo de la provisión donde conseguir chocolatinas que poner bajo la almohada de algún súbito desdentado hermano mio. Yo la acompañaba, resonando las pisadas vigilantes por los oscuros callejones. No se crea que siempre me hayan gustado los animales y sus consecuencias. La leche de esas bobinas de los pirineos era espantosa, tan natural que daban ganas de vomitar.
En mi casa del llano había una vaca que soltaba leche de sabor más suave. La adquirió mi tío Ángel cuando nací, para que creciera alta la primera hija-sobrina-nieta de la familia. Venía un hombre a cuidarla y ordeñarla. Alcanzó a todos, los que esperábamos las vacaciones en la playa, para tomar a litros la riquísima homogeneizada de botella de compra en el supermercado.
De los pastores alemanes que habitaron sucesivos en el patio, como el pariente que te ataca, solo tenía presente que eran de mal fiar y que uno lastimó cierta vez a mi hermano Pasqual, no obstante ser este el común de las pupas, el que por fierros o por lo que fuera llegaba a cada tanto con tajo y chorreón de sangre, entre los gritos despavoridos de mi madre, a cobijarse en el regazo de ella.
Todo hay que decirlo, que gracias a la vaca, o más bien a la falta de su pretendido alimenticio líquido, fue que me tocó un televisor. Con la colaboración del perro, uno de esos pastores, Buck, Blum, Sam, que se metió un día y derramó el recipiente con lo recién ordeñado. Entonces mi madre me mandó a la tienda, a buscar la que supliera, y pasé horas delante de un montón de latas de condensada, hasta elegir la que me pareció podía contener el premio anunciado. Como así resultó, cinco figuritas de La Lechera, la conocida pastora de la marca con barreño sobre la cabeza, me salieron al arrancar, impresas en el reverso de la etiqueta. Regalo mayor, que nadie en mi casa quería ir a recoger, por temor a la prensa o televisión. Media España viéndonos recibir la tele portátil, ¡que horror!.
Todo hay que decirlo, aunque me suena, con otra excusa, mediante otra vertiente, haber desembocado antes con mi lengua cuentista de la lechera sobre la muela de mi fantástica suerte infantil, que más bien en los instantes de merced se reiteran los apéndices sensitivos de los lejanos recuerdos, siempre que el ex niño haya superado incluso el mismísimo trauma de nacer.
Y volviendo.
Ahora me urge la proteína cárnica sintética para poder seguir admirando la sensualidad agradecida de un ciervo, un pez o un caracol al tacto cariñoso de un humano, sin pensar en que me estoy comiendo a los de mi propia especie. Mas antes corría kilómetros, aterrorizada, perseguida tras mi bici por un perro ridículo, de risa en cuanto a su facultad de poder arrancar de una dentellada un cacho de extremidad a alguien, pero yo pedaleaba, sudaba y temía como si me estuviera persiguiendo un felino con ansias de devorar a la humanidad, hasta que venía un salvador a rescatarme. Así de pueblo a pueblo, en múltiples penosos casos, de habitación en habitación, cerrando puertas a ras de su mordida, evitando desesperada el ataque, los chuchos siempre a mi búsqueda, pensando quizás que sería un juego el mío. Deseaba cada verano que se hubiera fundido el del tamaño de una pulgada, perro bastardo de la familia de unos tíos que nos invitaban a navegar, y por consiguiente al primero que me tenía que enfrentar en su propio terreno, cuando cruzaba el umbral de la casa suya con el recado de que ese día iríamos al barco. Luego él se repetía allí, paseando su costumbre tan ufano sobre la borda, fastidiando de lleno mi bienestar marinero.
Tampoco soportaba los excrementos de cordero. Cuando había pasado el rebaño era terrible. Al menos a mí se me cortaba de plano el inescrupuloso juego en el campo de la masía tras el reguero de bolitas. En verano nos compraban pollitos, en el mercado de Gerona, uno para cada uno de los nueve primos. Ellos los cogían y acariciaban; yo lo intentaba, pero un freno me impedía ir más allá de tocarle por un instante las plumitas al mío.
De los pastores alemanes que habitaron sucesivos en el patio, como el pariente que te ataca, solo tenía presente que eran de mal fiar y que uno lastimó cierta vez a mi hermano Pasqual, no obstante ser este el común de las pupas, el que por fierros o por lo que fuera llegaba a cada tanto con tajo y chorreón de sangre, entre los gritos despavoridos de mi madre, a cobijarse en el regazo de ella.
Todo hay que decirlo, que gracias a la vaca, o más bien a la falta de su pretendido alimenticio líquido, fue que me tocó un televisor. Con la colaboración del perro, uno de esos pastores, Buck, Blum, Sam, que se metió un día y derramó el recipiente con lo recién ordeñado. Entonces mi madre me mandó a la tienda, a buscar la que supliera, y pasé horas delante de un montón de latas de condensada, hasta elegir la que me pareció podía contener el premio anunciado. Como así resultó, cinco figuritas de La Lechera, la conocida pastora de la marca con barreño sobre la cabeza, me salieron al arrancar, impresas en el reverso de la etiqueta. Regalo mayor, que nadie en mi casa quería ir a recoger, por temor a la prensa o televisión. Media España viéndonos recibir la tele portátil, ¡que horror!.
Todo hay que decirlo, aunque me suena, con otra excusa, mediante otra vertiente, haber desembocado antes con mi lengua cuentista de la lechera sobre la muela de mi fantástica suerte infantil, que más bien en los instantes de merced se reiteran los apéndices sensitivos de los lejanos recuerdos, siempre que el ex niño haya superado incluso el mismísimo trauma de nacer.
Y volviendo.
Ahora me urge la proteína cárnica sintética para poder seguir admirando la sensualidad agradecida de un ciervo, un pez o un caracol al tacto cariñoso de un humano, sin pensar en que me estoy comiendo a los de mi propia especie. Mas antes corría kilómetros, aterrorizada, perseguida tras mi bici por un perro ridículo, de risa en cuanto a su facultad de poder arrancar de una dentellada un cacho de extremidad a alguien, pero yo pedaleaba, sudaba y temía como si me estuviera persiguiendo un felino con ansias de devorar a la humanidad, hasta que venía un salvador a rescatarme. Así de pueblo a pueblo, en múltiples penosos casos, de habitación en habitación, cerrando puertas a ras de su mordida, evitando desesperada el ataque, los chuchos siempre a mi búsqueda, pensando quizás que sería un juego el mío. Deseaba cada verano que se hubiera fundido el del tamaño de una pulgada, perro bastardo de la familia de unos tíos que nos invitaban a navegar, y por consiguiente al primero que me tenía que enfrentar en su propio terreno, cuando cruzaba el umbral de la casa suya con el recado de que ese día iríamos al barco. Luego él se repetía allí, paseando su costumbre tan ufano sobre la borda, fastidiando de lleno mi bienestar marinero.
Tampoco soportaba los excrementos de cordero. Cuando había pasado el rebaño era terrible. Al menos a mí se me cortaba de plano el inescrupuloso juego en el campo de la masía tras el reguero de bolitas. En verano nos compraban pollitos, en el mercado de Gerona, uno para cada uno de los nueve primos. Ellos los cogían y acariciaban; yo lo intentaba, pero un freno me impedía ir más allá de tocarle por un instante las plumitas al mío.
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