lunes, 19 de noviembre de 2012

Proporción aurea


Si las flechas del amor restaron en la aljaba de cupido la primera vez que mis padres coincidieron habrá sido entre otras razones porque mi madre solo tuvo vista para observar a la hermana de él, esa prima de la que tanto  le habían hablado los anfitriones, de belleza y arreglo admirados en toda la comarca; así que ella se quedó abstraída mirándole el escote a mi futura tía, los grandes pendientes, los párpados abriendo y cerrando, acentuado su movimiento por el color de la sombra de ojos y el vaivén de unas onduladas pestañas cargadas de rimmel.
Mi padre si reparó en ella; por deformación profesional habrá avistado que se trataba de una buena yegua capaz de alumbrar hijos sanos y fuertes. Su figura o su finura le habrán atraído tanto como el hecho de saber que era hija de una familia con propiedades agrícolas. No le habrá hecho abrir la boca por el riesgo de quedar en la cuneta, pero me juego que ganas no le faltarían de revisarle hasta las muelas. El dato es que pronto pasó a cortejarla, con flores y cajas de bombones, logrando más una nota de carácter que se le escapó que todo su melifluo arte de seducción. 
Por contra a mi poco romanticismo en la visión anterior, tengo que decir que el hombre se quedó la mar de satisfecho el día que ella cambió sus faldas de vuelo por unas tubo, revelándosele que encima había elegido a una futura esposa de buenas ancas.
Lo cierto es que mi padre se llevó una joya en todos los sentidos y siempre lo reconoció así, aunque a la postre ante notario se esmerara nulamente en demostrárselo.
Siguiendo con la historia ellos llegaron a casarse y mi padre a convencer al padre de la novia de escriturar a nombre del marido la finca que estaba por cederle a la hija, un simple y práctico corrimiento favorecedor dentro de la misma e indestructible unidad marital, y así también funcionó que mi padre dispuso a lo largo de los años de los terrenos heredados por ella en la costa, decrecientes en proporción inversa a los chorros de liquidez apaga fuegos volcados sobre sus empresas.
Así que no se porque a mi padre se le ocurrió narrar en el testamento para algunos de sus hijos que gracias al esfuerzo inicial de sus antepasados, fue que llegó hasta ellos, no lo olvidaran,  todo cuanto les había legado.
Aunque en realidad si lo sé. Fue a causa de la casa que construyo y el efecto raro que esta causó en su cabeza.

Mi padre murió de golpe a los ochenta y seis años, en plena forma y en el mejor escenario posible, mis hermanos lo dijeron, tuvo  el final que hubiera deseado, en el caso de imaginarse muriendo algún día, en la fábrica, rodeado por todos los trabajadores, con su hijo, con su nieto, en afanosa preparación para el stand, a punto de iniciarse la feria de Zaragoza, la que tanto le gustaba, y a un paso de la gran crisis que se libró de ver.
Ayudaba y desayudaba por esa época en los negocios que había delegado, a la vez que se dedicaba a reconstruir con sus propias manos y con la asistencia de un peón marroquí los habitáculos semi derruidos de una antigua casa para masoveros en una pequeña hacienda legada por su abuelo tratante. Mi padre iba recogiendo para su proyecto materiales de construcción y deshecho, de aquí y de allá, usando como furgón y carretilla su Mercedes de última gama.
Se gastó una pequeña fortuna en la obra, más que si se la hubiera dado a levantar a un contratista, aunque entonces no hubiera sido lo mismo y a él le estaba saliendo algo muy original, una especie de patchwork de cemento bastante cutre y poco armonizado, que lo representaba en algún sentido y en el que se encontraba plenamente a gusto. Allí se tumbaba en los descansos a dormir la siesta. De hecho esa era su idea, crear un ámbito dónde recluirse del mundo, a ensoñar, a reencontrarse con el abuelo, a pensar en el futuro, a reconstruir la historia.
Así le salió de fantástica, en ese lugar raro, sobre un camastro desvencijado, en la única habitación de techo confiable. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario