Maureen O'Sullivan |
Si ha habido un trozo de tela bien amortizada en este mundo, esta ha sido una de estampado tropical con que les fabriqué a mis hijos sendos taparrabos, que junto a unos cuantos cinturones de cuero, y dos largas capas negras, a su vez de confección casera, dieron juego para una cantidad de años trepando por las alturas.
Lejos de toda duda de que mis hijos habían sido unos fuera de serie en su capacidad para agotar a quienes estuvieran a su cuidad este agosto he podido establecer la real comparación con unos niños de normal calibre y aún he quedado extasiada ante la facilidad.
Alrededor de dos décadas atrás, cuando viajábamos a Buenos Aires y estando alojados en la casa de mis suegros, ella se ofrecía buenamente a quedarse vigilante de sus nietos españoles diciendo: "No os preocupéis, los acostáis y en cuanto estén bien dormiditos podéis salir a dónde queráis", lo cual significaba estar a la una de la noche en la calle principal de un barrio periférico de esa vastísima ciudad dudando entre tomarse un transporte al centro o meterse a una pizzeria a medio cerrar en la esquina a tomarse una bebida antes de regresar.
En la casa de mis padres igual, mi madre me decía que ella se encargaba de cocinar y de lo que fuera, mas yo de mis criaturas.
Y es que cualquiera se asustaba ante la idea de asumir la responsabilidad en solitario.
Por ello recuerdo un maravilloso descanso de dos días, echada en la cama leyendo, en la casa de veraneo de la familia grande, por el sobrevenimiento de una lumbalgia que me paralizó en seco, así que los adultos se tuvieron que hacer cargo de mis hijos, junto a los primos de parecidas edades, una camada familiar que salió explosiva, sobre todo cuando uno de ellos se juntaba con los míos, entonces era como la pólvora a la mecha prendida, y escuchaba a lo lejos el ruido y las voces de los grandes y pensaba: "Pero que bien se está aquí arriba, con esta tranquilidad y este solecito; al fin y al cabo esto ha sido una bendición, siempre que no me mueva un ápice de la posición".
Pues en esa o en alguna otra especial circunstancia en que yo no estuviera por un rato, al llegar de la playa mi madre metió al pequeño de los míos en la bañera, y habrá ido a por una toalla que al regresar ya no estaba en el agua, ni en la casa, y salieron disparados a buscarlo, pues casi era un bebé que no caminaba, y se lo encontraron tan campante por el paseo ribereño, después de ir calle abajo hasta un kilómetro de distancia, descalzo, desnudo y todavía chorreante de agua espumosa.
El mismo que se esfumó una vez en el camino de la playa a casa y no había quién lo encontrara, hasta que se me hizo la luz y corrí a mirar a la iglesia que quedaba en mitad del trayecto, y allí lo hallé, sentado inmóvil entre las velas, con los ojos cerrados y las manos en posición de orar, en bañador, sudando como un pollo, en esa sauna exótica que asemejaba la salita de los cirios, fulgurante, repleta de ellos encendidos.
El mismo que un poco más crecido le sacó el gusto a irse bien lejos, y entonces dirigirse a una patrulla policial haciéndose el perdido, para que lo montaran en el auto y poder examinar de cerca la parafernalia que tanto le atraía, y luego nos lo subían a casa una pareja de esos guardias municipales, pues resulta que llegando a la central, el crío ya se orientaba, indicándoles el mismo el camino al hogar, donde ingresaba satisfecho con los dos superagentes al lado.
Mi cuñada Maite todavía dice ahora que deberíamos haber escrito un libro.
Pues en este agosto he estado en esa misma playa con mi nieto de nueve años, es decir, el nieto de mi marido, que se ha juntado a los hijos de ocho y seis de mi hermana Clara, y se han entendido a la perfección, jugando como es normal, a veces más tranquilos y otras más alborotados, pero vaya, un remanso de paz para los adultos, ¡que diferencia!.
Entre los adultos mi hijo Lucas.
Entre los adultos mi hijo Lucas.
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