viernes, 5 de diciembre de 2014

Tai


Dibujo en Illustrator por S. Morell
La otra semana vinieron unos niños a comer, hijos de un escritor y su mujer bailarina y coreógrafa de danza, invitada la familia a mediodía a casa, y nosotros no sabíamos que iba a pasar entre los críos y Tai. 

El resultado fue que sin estar los pequeños habituados al trato con perros y con los colmillos de Tai a la altura de su barbilla y ombligo, se divirtieron los tres por igual, durante el largo tiempo que duró la sobremesa, con una simple pelota de tenis, sin requerir de sus papás, ni nuestro adoptado cuadrúpedo de los suyos, hasta caer rendidos los cachorros humanos de tanta actividad excepcional.

Tai es un mal criado. Cuando vivíamos en Inglaterra nuestro hijo menor lo trajo con ocho semanas de edad para acompañarlo en casa, donde Simón vivía a sus anchas solo, acostumbrándolo incluso a dormir entre sus sábanas. Ahora Simón vive en Madrid y lo mentamos con reniego, a él y a la madre que lo trajo al mundo, cada vez que su animal, a la fuerza prohijado por nosotros, se pone con la exigencia de no saber qué hacer, a querer estar adentro, a querer estar afuera, a pedir que le juegues, que lo saques de paseo, a ladrar hasta hartar al vecino, y a tirarse unos pedos que te tumban del mal olor, a veces.

Le cocino casero, arroz con pollo y zanahoria mezclado con pienso mataperros. Acortavidas o mataperros, eso leí en Internet que eran mis croquetas de marca blanca compradas en el super de confianza. Me alarmé, busqué otras. Será una exageración, media España perruna estaría ya enterrada, pensé al cabo. Con todo, acompañadas del manjar que le preparo, serán menos letales, y eso sí, asegurado, la manera de que camufladas terminen formando parte de su dieta. Desde que resolví la cuestión, luce peso justo y pelo brillantísimo, avivado y favorecido por los collares de lona plástica comprados en los chinos, primero amarillo, luego rojo y en el presente ultramar.

Tai es un encanto. Simpático, inteligente, delicado en el sentido de fino, atento, considerado y sensible. Es el mejor perro que hemos tenido, con perdón de los demás, que también eran muy buenos. Tan inteligente que se aburre. Eso me inquieta. Maldita la vida de un perro domesticado. Me estoy planteando si es de recibo que los humanos los tengamos a nuestro encanto sometidos,  sin nada más que hacer que esperar a que sus seres queridos vuelvan al hogar y les haga caso; y eso que el nuestro es un privilegiado, con continua compañía y un lujo de servicio que ni los de la Reina Sofía de España, o los Corgies de Isabel II de Inglaterra.

Lo saco por la mañana temprano. Una vez internados en el bosque, lo dejo suelto. Es agradable ver como disfruta corriendo, yendo y viniendo a su aire. Su agilidad, rapidez y pericia para alcanzar los segmentos de rama seca que le lanzo son increíbles. Treinta, cuarenta veces de ir y venir, así podríamos pasar el día entero según su apetencia. Lo hago para que gaste energía y me deje luego continuar con los demás quehaceres sin la percusión encima de su mirada implorante.

En estos días me estoy recomponiendo. Llevamos tres sin el paseo habitual. Ha sucedido varias veces. Que se echa sobre otro macho, o empieza el otro sobre él. Se encuentran. Se huelen o no se huelen. En algún momento, de repente, parece que se van a matar. A degollarse a dentelladas. Emitiendo unos amedrentadores guturales sonidos. El otro humano grita. Yo grito. Esa instantánea natural expresión, tan contraproducente, según el sentido común y la sapiencia de los acostumbrados. Tratamos de separarlos. Al poco, como por resolución de prestidigitador, quedan desligados y sin ánimo de volver a enzarzarse. Tranquilos. Los sujetamos. Cada uno de su correa al collar. Palpamos a nuestros respectivos. Babeados. Parece que no ha pasado nada. Tan solo tirados de los pelos en la reyerta. Mi perro vuelve a casa cabizbajo. Su paseadora con el ánimo encogido y nulas ganas de volver a sacarlo.

Hay un boxer en la urbanización que con su careto de cascarrabias es odiado por todos los demás caninos a mil leguas alrededor. Ya me advirtió, recién llegada de Cambridge, el vecino de la chica inglesa que falleció, que a su husky lo atacó de pleno, con mordida incisiva y todo. Pues a ese boxer se le tiró Tai, en su primera acción de macho, y vino su dueña, una histérica holandesa, también conocida en cuatro mil leguas a la redonda por sus excesos poco humorísticos, con la factura del veterinario y amenazas de acudir a la policía, sin un rasguño que hubiera, o punto de sutura sobre su can. Pero eso sucedió en el asfalto, y ya lleva el asunto largo tiempo solucionado.

Debería en adelante llevar a Tai atado en toda ocasión. Esto me fastidia de lo lindo. En el noventa por ciento de los casos hacemos el recorrido sin encontrar un alma. En un nueve por ciento nos cruzamos con paseantes y sus perros que entran en amistad. Maldigo ese mínimo del encontronazo.

Habría que castrarlo. Me asciende un ligero escalofrío por mis partes correspondientes al pensarlo. Mi marido y Simón se lo deben de imaginar bastante más acercado a su propia anatomía. Dicen en veterinarios y protectoras que es una medida conveniente, e incluso beneficiosa a la larga para evitar tumores malignos. Hace tiempo que lo estamos valoramos.

Entre los que me encuentro por el bosque con perros o sin ellos, aun sin consultarles, recojo opiniones encontradas. Si llevo a Tai atado, que mejor libre. Si lo llevo suelto, que mejor sujeto de la cadena. Hay empate. Coinciden sin embargo en que castrar es una magnífica opción que favorece a todos. Incluso evitaríamos que se escape de casa cuando los efluvios de sus pares en celo llaman a las puertas, que cruce la carretera en su búsqueda, aunque últimamente parece haber entendido, que tras la pretendida jodienda llega la reprimenda, y se queda.

Ya se lo vengo diciendo a mi hijo, que ahorre.

Lo paradójico es que Simón está ahora en Madrid conviviendo con los dos perros de su novia. Unos plomazos, según él, faltos de la listeza y otras magníficas características del suyo. En atención a lo cual los tiene que aguantar,  queriéndolos más o menos, por amor a ella.

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