domingo, 28 de diciembre de 2014

El color del avance

Da Giorgio, qualita alla tavola
En estos días de Navidad uno se entera de cosas. Respecto a las andaduras vitales de hijos y sobrinos, vino mi madre a decir que con mi comportamiento abrí, más que una brecha estrecha, una autopista de ocho carriles para los que venían detrás. En cierto modo me causó extrañeza la apreciación, pues yo nunca he creído estar haciendo algo rompedor de lo establecido.

Sí recuerdo una vez en Barcelona, en el escaparate de una pequeña zapatería al otro lado de la plaza donde se sitúa Da Giorgio, la tienda gourmet de pasta fresca y productos italianos esquina con la Avenida de Sarrià, por la misma década inaugurada y grata de saberla allí, llenarme de efervescencia a la vista de una cantidad de sandalias idénticas en una explosión de colores que rompía el espectro de lo que llevaba visto en la vida en cuestión de calzado. Tal despliegue encajaba de lleno con algo indefinido que andaba buscando. Descubrirlos en ese arrinconado comercio me produjo una sensación de libertad desproporcional en apariencia al motivo de su causa. La anécdota es que me compré dos pares, pues encima estaban a buen precio.

Tiempo adelante Pepe Barroso me procuró el segundo asombro al ver plasmado en establecimiento específico lo que llevaba por largo pensando porqué no existiría. Camisetas en punto de algodón, de colores mil, con motivos estampados y bonitas formas para chica, o vestidos de lo mismo. La primera tienda "Don Algodón" la abrió Pepe Barroso a los dieciocho años en un local de treinta y dos metros cuadrados en la Calle Claudio Coello de Madrid, allá por 1980. Llegarían a Barcelona un rato más tarde. Avisté la primera a través de los cristales de un autobús urbano en marcha. No compré en ella, pasaba por su frente a menudo de largo, pero la sola idea de su existencia me daba alas. El empresario empezó a los dieciséis años vendiendo camisetas a sus compañeros de instituto. Estaría en el aire la idea.

Ya de niña volví loca a mi tía Elvira buscando por toda Barcelona una de esas, en tono brillante, con corte que me quedara bien al cuerpo y algún motivo estampado en el frente. Tres días tardamos en dar con la amarilla pintada a mano que se acercaba en algo a lo que tenía in mente. En el rastreado de boutiques infantiles fue que nos topamos en las Ramblas con el escritor Gabriel García Márquez y su mujer Mercedes Barcha, habituales del día a día de mi tía, y con los que nos detuvimos a saludar.

Leí en "Aquellos años del Boom", la magnífica obra de casi novecientas páginas sin poder soltarse del periodista Xavi Ayén refiriendo los años entre 1967 y 1976 en que autores sudamericanos aterrizaron en Barcelona, en un ambiente que empezaba a aflojarse de la dictadura franquista, donde al empuje de editores y agentes literarios cuajó una revolución en el panorama de las letras hispánicas que irradió a todo el mundo, pues leí como Gonzalo Garcia Barcha, hijo de Gabriel García Marquez, llegado con sus padres y hermano en el 67, viviendo parte de infancia y su adolescencia en la ciudad, contaba tener a Barcelona en el recuerdo pintada en claroscuro y como le sorprendió encontrarla alegre, juguetona, en estallido de color al volver a ella en el año de las Olimpíadas 1992.

Calculando que Gonzalo García Barcha vivió en la privilegiada parte alta de la ciudad, la más viajera, la más cosmopolita, por tanto, la más en vivo tono que pudiera darse, es de pensar que lo que me venía ocurriendo a mí, de andar a la espera de algo más vibrante, y de tomarlo al vuelo cuando apareció, le estaba sucediendo a la mayoría, a quienes tarde o temprano, o de modo paulatino se les presentó el tiempo de dar el cambiazo.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Leggins

Delia, la super profe - dibujo Photoshop S. M.
Una vez aparecí en la casa de la playa con unos leggings negros hasta el tobillo y encima una camisa holgada que me tapaba hasta por debajo del trasero. Mi madre no me comentó del atuendo, algo que me llamó la atención, pues hubiera sido su natural decirme si le gustaba más o menos. Luego de treinta y pico de años vengo a enterarme de que les resultó absolutamente turbador, extremadamente provocativo por lo ajustado. cuando ahora esas mismas mallas son el recurso de cualquier mujer para andar cómoda por casa o en la calle, sin soliviantar el ánimo de nadie. Claro que al lucirlos con tacones pasan de automático a otra más apasionante categoría, pero esa es ya la condición del tacón, elevar en todos los sentidos, con independencia del resto de la indumentaria. Descubría a la vez mi familia, por lo descolorido de la braga del bikini en relación al sujetador, que en otras arenas me bañaba en top-less, pues por lo visto no me funcionó lo de igualar el tono tendiendo en la soga al sol por separado la parte de arriba. Los leggings eran en realidad como un maillot de cuerpo entero. Por la misma época los usé en Brasil sin cubrimientos, con una magnífica sensación que experimentaba, de andar al aire mostrando curvas y sacando pecho, tan natural como cualquiera de los que veía por la calle. Ahora salgo de casa hacia el gimnasio ceñida de arriba abajo de la misma manera, y si necesito paso por el supermercado, y de lo más que se le podría ocurrir a alguien clasificarme es de deportista. Aunque en Manaos me topé con una mujer que me tachó a los gritos de puerca por usar unas bermudas. En mitad de la selva, unas bermudas de estampado tropical*. Por cierto que este tipo de pantalón a media pierna, tampoco era cien por cien apto para usarse en ciudad, en Barcelona así lo recuerdo, tuve un traje de chaqueta sahariano con el cual me daba cierto reparo salir a la calle al principio. Pero es que ha pasado mucho tiempo desde todo eso, y también se han descontraido los códigos de vestimenta en general en el globo, excepto para las que tienen que ir cubriéndose cada vez más.

*Mi madre y mi tía las confeccionaron, para todas las primas bajo el mismo patrón, lo último en moda que les vi coser. De los retazos sobrantes fue que les hice años después los taparrabos a mis hijos.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Buenas Fiestas

Dani, el profe de Zumba
Dibujo photoshop S.M
El hijo mayor de mi marido, hartó del suelo duro de la ciudad, se largó a comprarse un velero desde dónde pilotar su negocio a la vez que navegar cruzando los continentes. Hoy hace un año que hicieron la mudanza, él y su mujer, hacia la Manga del Mar Menor, instalándose en su morada flotante en el Puerto Deportivo Tomás Maestre, donde nos juntamos el resto de la familia para celebrar el Fin de Año. 

Para las fechas en que nació nuestro primer vástago, Daniel, ese hijo anterior de mi marido y su ex mujer, se vino desde la Argentina a residir a España, dónde trabajó al principio como ayudante de fotógrafo para un amigo nuestro publicista, en un plató de ese Madrid que tras veinticinco años dedicado a montar su propio chiringuito, y con la empresa en plena expansión, decidió cambiar por allende los mares. 

Para fin de año Daniel nos alquiló un apartamento al costado del barco, en esa franja habitada por fantasmagóricos edificios, si es que no fueran de real cemento, dando a los dos mares, con el encanto de lo desierto en invierno, y nosotros correspondimos con un guiso de lentejas pardinas para la entrada en el dos mil catorce; con exquisitos entrantes adquiridos por mis hijos en un perfectamente surtido gran supermercado de El Corte Inglés, total vacío de clientes en horas previas a las campanadas, en las que por supuesto nosotros enviamos a cada clong la correspondiente uva a nuestro gaznate, doce, con brindis de cava y besos al acabar, para desearnos lo mejor. Luego me enteré que es tradición italiana, la de comer lentejas para recibir el nuevo año, con lo cual acabé de satisfacerme, no obstante mi marido comentara, que en adelante, aun en diario, quisiera evitar de comer otro plato de esas.

Daniel y Karina quieren irse a dar la vuelta al mundo, pero de momento, en un año, han hecho el recorrido desde su puerto inicial, en la provincia de Murcia, hasta el de nuestro pueblo, en la de Barcelona, donde lo han tenido en dique seco, o en pantalán amarrado, hasta que acaben con las reformas que le están haciendo. Total que los tenemos a dos millas terrestres de casa, o bien metidos en ella, y la mitad de equipos de la productora de vídeo y fotografía aquí, si extiendo el brazo los puedo tocar, abultando en la habitación dónde ahora mismo estoy escribiendo. 

Curiosidades de la vida, en estas fiestas, son mis hijos madrileños, Lucas y Simón, los que van a tener que venirse para acá, para estar con la abuela y gran familia en Nochebuena. Nochevieja se supone que en casa, con la original que hemos formado.

¡Buenas Fiestas a todos!

viernes, 5 de diciembre de 2014

Tai


Dibujo en Illustrator por S. Morell
La otra semana vinieron unos niños a comer, hijos de un escritor y su mujer bailarina y coreógrafa de danza, invitada la familia a mediodía a casa, y nosotros no sabíamos que iba a pasar entre los críos y Tai. 

El resultado fue que sin estar los pequeños habituados al trato con perros y con los colmillos de Tai a la altura de su barbilla y ombligo, se divirtieron los tres por igual, durante el largo tiempo que duró la sobremesa, con una simple pelota de tenis, sin requerir de sus papás, ni nuestro adoptado cuadrúpedo de los suyos, hasta caer rendidos los cachorros humanos de tanta actividad excepcional.

Tai es un mal criado. Cuando vivíamos en Inglaterra nuestro hijo menor lo trajo con ocho semanas de edad para acompañarlo en casa, donde Simón vivía a sus anchas solo, acostumbrándolo incluso a dormir entre sus sábanas. Ahora Simón vive en Madrid y lo mentamos con reniego, a él y a la madre que lo trajo al mundo, cada vez que su animal, a la fuerza prohijado por nosotros, se pone con la exigencia de no saber qué hacer, a querer estar adentro, a querer estar afuera, a pedir que le juegues, que lo saques de paseo, a ladrar hasta hartar al vecino, y a tirarse unos pedos que te tumban del mal olor, a veces.

Le cocino casero, arroz con pollo y zanahoria mezclado con pienso mataperros. Acortavidas o mataperros, eso leí en Internet que eran mis croquetas de marca blanca compradas en el super de confianza. Me alarmé, busqué otras. Será una exageración, media España perruna estaría ya enterrada, pensé al cabo. Con todo, acompañadas del manjar que le preparo, serán menos letales, y eso sí, asegurado, la manera de que camufladas terminen formando parte de su dieta. Desde que resolví la cuestión, luce peso justo y pelo brillantísimo, avivado y favorecido por los collares de lona plástica comprados en los chinos, primero amarillo, luego rojo y en el presente ultramar.

Tai es un encanto. Simpático, inteligente, delicado en el sentido de fino, atento, considerado y sensible. Es el mejor perro que hemos tenido, con perdón de los demás, que también eran muy buenos. Tan inteligente que se aburre. Eso me inquieta. Maldita la vida de un perro domesticado. Me estoy planteando si es de recibo que los humanos los tengamos a nuestro encanto sometidos,  sin nada más que hacer que esperar a que sus seres queridos vuelvan al hogar y les haga caso; y eso que el nuestro es un privilegiado, con continua compañía y un lujo de servicio que ni los de la Reina Sofía de España, o los Corgies de Isabel II de Inglaterra.

Lo saco por la mañana temprano. Una vez internados en el bosque, lo dejo suelto. Es agradable ver como disfruta corriendo, yendo y viniendo a su aire. Su agilidad, rapidez y pericia para alcanzar los segmentos de rama seca que le lanzo son increíbles. Treinta, cuarenta veces de ir y venir, así podríamos pasar el día entero según su apetencia. Lo hago para que gaste energía y me deje luego continuar con los demás quehaceres sin la percusión encima de su mirada implorante.

En estos días me estoy recomponiendo. Llevamos tres sin el paseo habitual. Ha sucedido varias veces. Que se echa sobre otro macho, o empieza el otro sobre él. Se encuentran. Se huelen o no se huelen. En algún momento, de repente, parece que se van a matar. A degollarse a dentelladas. Emitiendo unos amedrentadores guturales sonidos. El otro humano grita. Yo grito. Esa instantánea natural expresión, tan contraproducente, según el sentido común y la sapiencia de los acostumbrados. Tratamos de separarlos. Al poco, como por resolución de prestidigitador, quedan desligados y sin ánimo de volver a enzarzarse. Tranquilos. Los sujetamos. Cada uno de su correa al collar. Palpamos a nuestros respectivos. Babeados. Parece que no ha pasado nada. Tan solo tirados de los pelos en la reyerta. Mi perro vuelve a casa cabizbajo. Su paseadora con el ánimo encogido y nulas ganas de volver a sacarlo.

Hay un boxer en la urbanización que con su careto de cascarrabias es odiado por todos los demás caninos a mil leguas alrededor. Ya me advirtió, recién llegada de Cambridge, el vecino de la chica inglesa que falleció, que a su husky lo atacó de pleno, con mordida incisiva y todo. Pues a ese boxer se le tiró Tai, en su primera acción de macho, y vino su dueña, una histérica holandesa, también conocida en cuatro mil leguas a la redonda por sus excesos poco humorísticos, con la factura del veterinario y amenazas de acudir a la policía, sin un rasguño que hubiera, o punto de sutura sobre su can. Pero eso sucedió en el asfalto, y ya lleva el asunto largo tiempo solucionado.

Debería en adelante llevar a Tai atado en toda ocasión. Esto me fastidia de lo lindo. En el noventa por ciento de los casos hacemos el recorrido sin encontrar un alma. En un nueve por ciento nos cruzamos con paseantes y sus perros que entran en amistad. Maldigo ese mínimo del encontronazo.

Habría que castrarlo. Me asciende un ligero escalofrío por mis partes correspondientes al pensarlo. Mi marido y Simón se lo deben de imaginar bastante más acercado a su propia anatomía. Dicen en veterinarios y protectoras que es una medida conveniente, e incluso beneficiosa a la larga para evitar tumores malignos. Hace tiempo que lo estamos valoramos.

Entre los que me encuentro por el bosque con perros o sin ellos, aun sin consultarles, recojo opiniones encontradas. Si llevo a Tai atado, que mejor libre. Si lo llevo suelto, que mejor sujeto de la cadena. Hay empate. Coinciden sin embargo en que castrar es una magnífica opción que favorece a todos. Incluso evitaríamos que se escape de casa cuando los efluvios de sus pares en celo llaman a las puertas, que cruce la carretera en su búsqueda, aunque últimamente parece haber entendido, que tras la pretendida jodienda llega la reprimenda, y se queda.

Ya se lo vengo diciendo a mi hijo, que ahorre.

Lo paradójico es que Simón está ahora en Madrid conviviendo con los dos perros de su novia. Unos plomazos, según él, faltos de la listeza y otras magníficas características del suyo. En atención a lo cual los tiene que aguantar,  queriéndolos más o menos, por amor a ella.