jueves, 10 de diciembre de 2015

Superstición del prado verde

En mi bosque
En esta estepa solitaria donde en círculo me muevo, plagada de hoteles, mares, piscinas, cielos azules y áreas de spa, cuento con una particular fuente, proveedora de un placer casi tan lúbrico y excitante como el retozo de la pareja en escapada vacacional, sumergida en el jacuzzi de la suite, entre perfumados afrodisíacos micronutrientes, en los recintos de mis potenciales o adquiridos clientes. A fin de cultivarme en lo íntimo me dedico en el intervalo de mis tareas comerciales a recolocar mi órgano muscular situado en la cavidad de la boca, como lo hacía el político orador, según reza leyenda, para ganarle partida a sus dificultades de locución, Demóstenes, metiéndose piedras que lo ayudaran a variar posturas entre los elementos de su aparato fonador, hasta lograr modular sonidos que encajaran con los sones que deberían ser para hacerse entender con gracejo conquistador. Dijo Albert Einstein: " La vida es como andar en bicicleta. Para mantenerse en equilibrio, hay que seguir pedaleando". Por ello es que le digo yo a mi lengua, "venga amiga, va, ayúdame, conduce tu dorso hacia atrás, haz tu intento por acariciar al paladar mientras reproduces en el idioma de Shakespeare", y ella me responde, "yeees, my darling", lanzándose al toqueteo con su vecino de arriba hasta el punto de quedar entumecida por ejercitar tanta postura fuera de su habitual. Esta es en el presente mi segunda actividad sensitivo oral favorita y el modo más sugestivo y palpable que encuentro de dar marcha frente al manillar.

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Tuve antaño la superstición del prado verde que quería ver logrado dentro del perímetro de mi terreno hogareño, como signo de la fortuna que se plegaria por fin a mis deseos, esos cumplidos o incumplidos que por lógica nunca llegan a saciar, ansias que únicamente van cambiando de objeto, lo sé. Por ello, cansada de esperar y desde que leí un artículo, mi óptica referente al asunto viró. Contaba en la revista un ecologista, cuyo nombre -lo siento- no retuve, que los céspedes a humedecer por  riego artificial eran una locura insostenible con origen en los británicos del Imperio de su Majestad que pretendían pisar y ver en áreas coloniales de escasa lluvia mansa y constante las mismas acolchadas esmeraldas praderas que la naturaleza de por sí otorgaba a los de su isla madre a cambio de la escasez de espléndido sol.

Dejé de invertir siquiera un instante en tratar de resucitar tallos tiernos de mi cerca de extinguida grama,  siquiera un minuto empleo en el presente en levantar las hojas muertas o recoger del algarrobo sus frutos caídos; vainas fertilizantes son para el suelo estos últimos, según escuché alguna vez y ahora atiendo. A ver si se forma de humus una capita y paso a tener un híbrido de bosque mediterráneo con jardín de Alicia, en los lindes umbrosos de su pradera, albergador de conejos con relojes, agujeros y sorpresas. Mejor que el otro extremo posible del arreglo, si me hubiera sido concedido, laberinto de arbustos cincelados a la escuadra por donde cupiera la eventualidad del perseguidor del cuchillo, a sus bordes entramado rebuscado de reales parterres a la francesa, con la guinda que resbalaré desde la cúspide de crema de ese género de pastel, como la guillotina sobre la nuca de sus pertinentes majestades. Por cierto, allí también constaba el alfombrado en tejido de briznas en gran extensión; véase como muestra Palacio de Versalles, Luís XIV -siglo XVII-; ¿se regarían los aristocráticos bien pulidos prados de la Francia por exclusivo efecto del cielo?; ¿desde dónde vendría y hasta donde alcanzaría, sino hasta nuestros días entonces, la influencia de esa tendencia jardinera?.

Será que el ecologista de mi revista al apuntar hacia los británicos se refería a la repercusión entre el gran público, a la euforia desatadas entre los pequeños particulares a escala planetaria por tener su pedacito, gozar con la hierba bajo sus pies de una reunión al aire libre, sillas, tumbonas, chuletas, salchichas a la barbacoa, emplearse con el cortacésped los fines de semana, instalar en su centro una piscina, o aspirar a ella, quizá en una esquina, de lona o de las de construcción, los cansados o más pudientes contratar al segador-jardinero, que ha de contribuir a la felicidad, o acelerar algún divorcio; campo de golf comunitario, la más extensa de esas extensiones, a eso se referiría el ecologista, digo yo.

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Voy a guardarme de contar otra superstición en la misma línea; algo que de lograrse me posicionaría automáticamente a las puertas de conseguir el sueño. Esa, aunque amortiguada, sigue activa; lo apercibo cuando en alguna vuelta de esquina me sorprende con ataque mordaz; de ahí mi deleite con la lengua arriba.

* "Life is like riding a bicycle. To keep your balance, you must keep moving"

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