sábado, 30 de abril de 2016

Almodovaresco II



La crucifixión blanca - Marc Chagall
Otra ocupación de mi madre para esta fecha tan señalada en su calendario es tener resuelto el tema de los refrescos, pasteles, café, champán, bollos y chocolatinas; para niños, profesores. jubiladas y demás gentes de los pueblos vecinos, más los antiguos habitantes que vienen a recordar. Nos sorprendió la afluencia, pues al normal número disminuido, este año había que sumar la ausencia en bloque de los escolares de los primeros cursos; con los profesores, que ante el creciente número de padres exigentes de responsabilidades al menor rasguño en sus escolarizados, y teniendo en cuenta a otras fes, decidieron evitarse los riesgos de cualquier tipo anulando a perpetuidad esa tradicional excursión al campo.

El pronóstico era de unos escasísimos para la misa y yo pensaba en el cura colombiano que te impele a cantar y a participar en voz potente; entonces, de no colar nuestra actuación de labios y tarareo aproximativo, se iba a notar que de los cuatro a la mitad se nos había oxidado hasta chatarra la parte del ordinario correspondiente a los feligreses de pronunciar. Eso con respecto a la familia, a quién el cura se dirige para que continuemos en la devoción de nuestros antepasados, erigidores de ese santuario en honor a la patrona de nuestra patria catalana, exhortándonos en el mantenimiento de la llama viva en nuestros corazones y en esa capilla que tan decorosamente ornamentábamos para la ocasión, con sus capullitos de alelí, bujías de cera gorda, manteles y casulla impecables, y ese rico vino a consagrar, por cierto ¿de qué exquisita procedencia?.  ¡Porque los catalanes serán cristianos o no serán!, tronó este año y el anterior, con tal vozarrón que casi me tumba del asiento, !bien lo dijo el poeta!, como certificando por ese marchamo de verso lo incuestionable de la aseveración. Atribuyó la sentencia a Jacint Verdaguer, creo, sacerdote poeta católico catalanista, cuadraría, el mismo que escribió la letra del Virolai, himno a la Virgen de Montserrat, que por supuesto cantamos y del que sí puedo dar fe, me acuerdo de las estrofas principales y me sale la entonación procedente de auténtico pulmón; lo más auténtico, cinematográfico, extrapolado de una escena del neorrealismo, cantar mientras se sube y baja, en peregrinación por las escaleras, el que quiere y se atreve, a besar la bola en mano de la virgen, que a la vez sostiene al niño en su regazo. El Virolai, estrenado en 1880, tomó consistencia entrados en el siglo XX como símbolo de espiritualidad a la vez que de catalanismo. De tal modo, en tiempos de la dictadura del General Franco (1939-1975), cuando el himno de Catalunya, Els Segadors, estaba prohibido, ese cántico con carga camuflada fue usado en su reemplazo a la hora de ensalzar el sentimiento catalán militante. Pero vaya, no se porqué me enrollo tanto. Menos lo hará el oficiante. Me da que ese cura es como los de antaño; ya lo adiviné el año pasado; intenso y teatral en la representación eucarística -se agradece-, fundamentalmente un bon vivant.


Me gustó encontrar a la tarde una mujer de una familia que vivía allí cuando mi infancia y con cuyos hijos jugaba. Con el niño, algo mayor que yo, crecía la sensualidad alrededor mientras como médico me empastaba con una espátula la flexura del codo en el consultorio del gallinero. Ahora la mujer vive en el pueblo de al lado, viaja a donde la lleven, así al extranjero, pero desde que se fueron hace treinta y cinco años no había regresado a su antigua casa. Curioso. Ayer la acompañó su hija menor, la rezagada, la que les cayó como una bomba en un principio, al enterarse del embarazo, cuando los otros estaban ya criados. En un punto del reencuentro la madre, con la palma de la mano al pecho, abarcándose las clavículas, y luego de retener por espacio de un gesto el labio inferior entre los dientes, ladeada la cabeza, me miró y dijo: !Ay hijita, quién lo ha visto y quién lo ve, como ha cambiado esto!. Recordaba la mujer la túnica de su hijo que le prestara a mi hermano, el que murió, en su primera comunión y como su hija mayor soñaba con un vestido igual al mío, tan bonito como era, para el día de la suya. También me hizo saber, lo que no tenía en conocimiento, y es que ella estuvo muy bien avenida con su Josep, el marido ya fallecido, pero a matar con los suegros que vivían con ellos y le hacían la guerra continua. Así recordaba a mi padre -en tanto se le asomaba al rostro una íntima sonrisa de complacencia- como si fuera ayer mismo, cuando se le acercó y en charla distendida le pronosticó que no aterrizaría la paz en su hogar hasta el día que los padres de él faltaran; tal cual sucedió; mira si acertó; viviendo luego en felicidad el matrimonio, hasta que el marido también se fue, hacia el barrio del nunca más en este mundo; qué se le va a hacer, decía ella, así es la vida.

Sol poniente con niño sobre la rama - S. Morell
Volviendo a mis progenitores. Tampoco supo darle mi padre valor a las inyecciones de efectivo que logró para sus empresas de la alfalfa y las maquinarias, mediante la venta de algún terreno de mi madre en su pueblo de la costa. Consideraba él que ella vivía sin pies en lo que significa ganar para el sustento, acostumbrada como estaba a tenerlo todo dado, sin idea de lo que cuesta o hay que batallar para obtener lo que nos provee de ese confort, esa tranquilidad, esa ausencia de mal arrastrarse por la vida, que es al fin y al cabo lo que cualquier cabal entendedor busca en esta existencia, eso que ella en su idealización pensaba que llegaba al alcance de cualquiera a través del ejercicio de unos puros -loables desde luego, y debidos de practicar, por supuesto- sentimientos, tales como el amor, la concordia familiar, la paz universal y demás conceptos de la abstracción en los que te puedes poner a pensar, dándolos por lo más esencial, cuando tienes lo otro resuelto. Así la dejó, inclusive sin la propia casa donde habita, en el testamento, no fuese que se lo ocurriese hacer una mala gestión con ella, como cedérsela en el suyo a quien no conviniese; por ejemplo a las hijas. Porque pudiera ser que el beneficiario estuviese en apuros y en lugar de agrandar el patrimonio común de los que comparten el apellido, se la vendiese, a fin de usar para pan lo que obtuviere de la transacción, lo cual sería como arrancarle un bocado a la gran hogaza, que en lugar de lo esperado, de verse aumentada por subsecuentes dosis de pujante levadura, quedaría disminuida y pobremente desfigurada su presencia por ese mal trozo, cual por ratón roída. Así que, a través de la esposa y por vía de algún menesteroso desaprovechado de su condición de partida, correría él el riesgo, de ver deslucido en su apellido su dorado sueño de inmortalidad terrena. Por otro lado, ¡vaya falta de perspectiva el pensar en ellas!, siendo como en todas se pierde cualquier apellido y renombre que se le haya trabajosamente logrado adherir, por generaciones tal vez, a esa masculina línea de unidad familiar.

Pero el fue el primero en vender, gran parte de las tierras cultivables de esa finca que le tocó por vía de matrimonio, a consecuencia de haberse metido en la aventura de adquirir otra propiedad mucho más extensa, de mayor empaque e importancia en la región, con otra virgen y otra capilla, esta ya toda una señorona iglesia. Mi padre fue el primero en sacrificar ese lugar que para mi madre significaba algo, en pos de lo que vino luego, que en su desarrollo significó para ella un gran disgusto -al margen de propiedades materiales- y que hubiera significado la trituración de sus anhelos e ilusiones más esenciales, si no fuera que su alegre y vital carácter se lo impide. En lo anecdótico y divertido fue una guerra de vírgenes, un reproche mutuo, sordo, continuado que se tuvieron; dolido cada cual de que su cónyuge pusiera interés e ilusión en una celebración y no la esperada en la otra.

Mi madre siempre habla con cariño de mi padre -desde luego que tenía el hombre su parte de gracia-. Yo también lo retengo en el recuerdo más bien de esa manera; aunque a veces me acuerde y lo mente, sin palabras afuera, con un poco menos de benevolencia: "cabrón, es que fuiste un cabrón, no hay otra manera de llamarte". A ella le irá igual, a oleadas, imagino.  Sobre la piedra me decía que le queda un cierto resquemor hacia él, que espera pulir hasta llegar al perdón total, si es que le alcanza el tiempo. A mi lo que me divierte es que una letra, de las de su nombre adheridas sobre su lápida, quedara milímetro mal emplazada, por más que regresó el marmolista a tratar de paliar una chapuza inexplicable para un comercio que se eligió a conciencia. ¡Se le escapó la letra!, a él, que tantísimo gustaba de guiar el enderezamiento de los árboles que plantaba -allá donde correspondiera- para que crecieran perfectos, como soldados de un ejército en formación; sin permitir que rama que creciera extraña, fuera de lugar.

En resumen, disfruté de haber ido y volveré el año próximo si se da. Ya que estoy aquí debo aprovechar lo que tengo aquí, pues seguro que de estar allá, lamentaría a veces no estar más cerca. Me doy cuenta. Todo a la vez es imposible, de momento. Entonces, a gozar de mi madre, de mi tía, de mi otra tía y de toda mi, tan extranjera como propia, estimada parentela, más allá de marido e hijos.

jueves, 28 de abril de 2016

Almodovaresco I

Composición fotográfica mediante aplicación de teléfono
Susanna Morell
Mi madre dice que cuando se casó con su marido, lo conocía únicamente de llegar él trajeado, desde el pueblo a la ciudad, con ramo de flores y bombones, a recogerla para ir a alguna parte, cine, teatro, con carabina, que a solas poco se vieron. La festejó y siguió con el cortejo hasta la boda. Fueron de luna de miel a Mallorca, donde aterrizaron al atardecer y anduvieron sin fin por los paseos de Palma. A ella, especialista del tacón alto, le torturaban los zapatos, que mantuvo luego de cambiarse del vestido de novia a uno de piqué amarillo, confeccionado por buena modista, entre los del vestuario para el nuevo estado, sin osar a expresarle a su recién adquirido acompañante de por vida la molestia que sufría, mientras no hallaba mi futuro padre el momento de cortar la caminata para irse al hotel a cumplir con lo debido de suceder en esa primera noche.

Regresados al pueblo, mi padre la introdujo en su nuevo hogar y se encontró ella con un principesco dormitorio matrimonial, construido adosado, comunicado por pasillo al núcleo habitacional de la casa, con tanta moldura en pared, labranza en madera y esmero en hacerlo como de película hollywoodense, que ahí pensó mi madre, adiós a la promesa de vivir independientes, en una planta que elevarían sobre la vivienda familiar de él; incluso estaban los planos que le había mostrado su novio. Dice mi madre que resistió gracias a los hijos que le fueron llegando y apunta la posibilidad de haber abandonado si no, pues él la soltó ahí, inexperta avecilla de otro hábitat, entre la suegra, cuñada, cuñados, y desapareció, entregado como estaba a los negocios.

Antes o luego mi padre le hizo ver al padre de mi madre las ventajas de poner a nombre del marido la finca con la que dotara a su hija por motivo de casamiento, beneficios para la unidad constituida, no se vaya a creer, jurada en sacramento, con ánimo de cumplir de veras; así firmaron y pasó a ser propiedad de él. Lo mismo se repitió con la hermana de mi madre y la finca colindante al contraer esta nupcias con el hermano de mi padre. Hacia los maridos se les fueron a ellas directamente las fincas.

Anteayer estábamos mi madre y yo, luego de haber completado el arreglo de la capilla, paseando por el contorno externo del recinto de antiguas viviendas en esa primera propiedad rural. Mi madre rememoraba los días en que acudía allí de jovencita, para las mismas fechas, venida sola cada año sin falta, con una señora que la acompañaba, la señora Anita, en la semana previa a la fiesta de la virgen. Habitaban en el caserío muchas familias entonces, jornaleros de las tierras. Para la llegada de ellas se abría la casa grande y a la mañana les preguntaban que necesitaban del pueblo que les trajeran. La gente vivía allí y no iba a otro lado, los domingos se los pasaban jugando a las cartas, tejiendo las mujeres, reunidas en el poyo de la casa principal, con los pequeños alrededor. El día de la virgen incluso los muchachos organizaban un partido de fútbol, mira si había, me decía mi madre. A nadie se le ocurría pasar afuera los días de asueto o mudarse perpetuos a otro lugar, y por supuesto que de ciencia ficción les hubiese parecido lo de tomarse un vuelo para disfrutar de puente a bajo coste en algún destino turístico; imposible de imaginar lo que ahora hacen sus hijos, nietos o ellos mismos. Yo conocí ese tipo de vida hacia sus finales, que descubrí por sorpresa parecida a la reflejada en las novelas y películas británicas de ambiente rural y de época, de las cuales me empapé sin pretenderlo por la temática este invierno, como la última y bien potente Far from the Madding Crowd -Lejos del mundanal ruidodel novelista y poeta inglés Thomas Hardy.
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Mi madre, que está iniciándose en el manejo de teléfono inteligente, me mandó mensaje, "Susanna, hemos ido a la finca con dos mujeres para"; ahí se cortó la línea -bastante logró- pero ya entendí; era muy importante para ella que fuera, lo noté por varios avisos indirectos; en quien nunca es de presionar o insistir; por ello fui, venciendo la resistencia, pues me encuentro ahora mismo muy a gusto recluida entre mi casa, el gimnasio y el supermercado, sin ánimo de demasiado jaleo y menos de verme de nuevo envuelta en una tradición que creía depositada en el museo de mis bien reposadas reliquias.

Sentadas anteayer sobre un bloque de piedra a la semi sombra de unos olmos mi madre se acordaba de su marido, de la labor de la cual mi padre se sentía más orgulloso entre todas lo que acometiera durante su larga vida como negociante. Lo conseguimos solos ¡eh!, fue una proeza; pensaba en voz alta mi padre mientras se le ponía entre pícaro y risueño el semblante; yo ya había escuchado del asunto por boca de él. La gran obra fue lograr sacar por las buenas, o casi por las buenas de esa finca que le pertenecía a unos ochenta pequeños arrendatarios -pocos se resistieron a la firma final-; yendo uno por uno, casa por casa, montado en su coche, acompañado por Eustaquio, su escudero. Jamás se le pasó por la cabeza a mi padre agradecer la contribución del patrimonio de mi madre al desarrollo de sus negocios, de hecho, cómo se lo iba a agradecer, si el siempre sostuvo y le repetía que esa finca sin su mano no valía nada de nada.

Sentadas sobre la piedra, casi en silencio, nos dejábamos invadir por esa reciente primavera en las espigas, las amapolas, el sol de la tarde; aspirando con intención de ese aire, atentas a ese concierto de susurros de las hierbas y las hojas bamboleándose al compás de su brisa. Mi madre se siente de paraíso conmigo, cada vez más, lo noto, expresa; le doy una paz, dice, una relajación -¡vaya!-.

En el prado frente a la entrada al casco de casas resisten esos altísimos fresnos, alejados de los circuitos por donde otros meten sus raíces y la cobran bajo el efecto de las cuchillas por estrangular con sus leñosos tentáculos las tuberías y fastidiar el riego. Los de la alameda en el camino sucumbieron demolidos allá por cuando yo era una adolescente. Triste pero práctico. Todavía no me he habituado a ese tramo despojado de su antigua majestuosidad. Los propietario o arrendatarios de los campos pretenden sacarles rendimiento. Los regantes aman en el día a los árboles que se elevan hacia el cielo, pero blasfeman a la noche por los mismos ante la trabas que dificultan su labor. Así queda la planicie, a la espera de un nuevo verdor sin disyuntiva.

Nos acompañó hasta la finca Elena, la capataz de las tierras de mi hermano Mateu, con su furgoneta. Nos depositó ahí y para la vuelta nos vinieron a recoger dos empleados negros, de Mali y Nigeria, que viven en nuestro mismo pueblo, por tanto les venía de paso el traernos de regreso, a la vez que fueron ellos los que subieron a la virgen hasta su punto en el altar, arriba de una escalinata de piedra con peldaños de huella tan estrecha que para tamaño de plantilla adulta hay que pisar al bies. El año pasado la subí yo, que tampoco es que sea tan pesada esa talla de quita y pon desde que robaron la anterior, con mi madre atrás, por si su querida niña sufría traspié. Este año anda ella recuperándose de una caída, desde la propia verticalidad al suelo, como acostumbra, con inusitada contundencia; de suerte que tiene los huesos fuertes, no obstante, lleva varias roturas e impuso no tentar de rodar las tres. Fuimos allí el día antes de la fiesta del lugar, que fue ayer, para arreglar y ornamentar la capilla consagrada a la virgen negra, La Moreneta, patrona eclesiástica de Catalunya. Mi hermana Clara tuvo el chispazo de decirle a los dos hombres que nos iban a transportar -de anunciarles- que en su coche cargarían a una Virgen y a dos santas: ingeniosa ella, aunque pateó en mi íntimo pundonor el pensar que aún para una ocurrencia se me pueda pintar de esa manera.

Mi madre es una experta haciendo ramos; para boda, bautizo o comunión siempre se brinda a poner las flores. Encarga por manojos en la floristería y junta a las silvestres las rosas de su jardín para confeccionar entre todas el arreglo, y disfruta de lo lindo haciéndolo. No le divierte tanto ir a limpiar; obligación que lleva auto impuesta, pues quiere que queden pulcras la casa y la capilla. Así que ahí va, con dos mujeres rumanas que se ponen a la tarea con un brío y una destreza difícil de encontrar en las locales, para dejar decente lo irreparable, sin importarles la de cascotes que encuentren caídos, que cada año van a más, en esa construcción de paredes de piedra, que había sido antiguo monasterio de frailes, con suelos que peligran, así que esta vez será la última, dice mi madre; no fuera a resultar que sufrieran ellas percance y entonces sí que se le vendría encima la complicación a mi hermano; o inclusive a mí, me temo. A partir de ahora, de continuar, solo vamos a limpiar la iglesia; se reafirma ella. Mi madre se empeña en el repaso anual por pura devoción. Hasta el fontanero-electricista se apareció, cual llanero con la regata de polvo atrás, mientras estábamos mi madre y yo, solitarias en la solana del poyo, rellenando de espuma oasis los jarrones. Subió tan acostumbrado a reparar lo imprescindible, cuando en la práctica están esas estancias clausuradas, sin nadie que las atraviese -salvo los contados y los que se encuentren en la urgencia de usar el servicio- y se terminaron las comidas familiares en esas dependencias, que se encuentran en planta de arriba; no fuera a resultar que cediese el piso y culminase la fiesta a la virgen con alguno enclavado sobre cirio en la capilla. Otro motivo que arrojó a cambiar a restaurantes de la zona para la comida posterior a la misa es que los ladrones se llevaron todo, todo; aparadores, vitrinas, sillas, mesas, tapices, hasta el cáliz de oro y la mesa de ping-pong; todo, todo, hasta el último tenedor. Es lo que pasa cuando no hay nadie, nadie y los cacos saben que tienen el campo libre, libre y pueden regresar cuantas veces se les antoje hasta completar el botín.

domingo, 10 de abril de 2016

"Nos hacemos invisibles"


A mi cuñada Maite desde que le prescribieron una sustancia le ha cambiado la existencia. Acertó el psicólogo, psiquiatra o médico de cabecera. Faltaría ese elemento químico en su organismo para tomarse la vida de un modo menos estresado. Así que ella manda ahora al SúperAbuela -gran grupo de chat familiar- un texto anónimo que le ha encajado como tapa a bolígrafo y del que extraigo lo que a su vez me motiva para escribir esta entrada:
"Dicen que a nuestra edad las mujeres nos hacemos invisibles, que nuestro protagonismo en la escena de la vida declina, y que nos volvemos inexistentes para un mundo en el que sólo cabe el ímpetu de los años jóvenes. Yo no sé si me habré vuelto invisible...pero nunca fui tan consciente de mi existencia como ahora; nunca me sentí tan protagonista de mi vida, y nunca disfruté tanto de cada momento. Descubrí que no soy una princesa de cuento de hadas... Siento que debo saludar a la joven que fui, con cariño, pero dejarla a un lado; porque me estorba. Su mundo de ilusiones y fantasía ya no me interesa. Me interesa ser yo, aquí y ahora. Qué bien no sentir ese desasosiego permanente que produce correr tras los sueños...".
Collage de recortes de fotos en Instagram - Susanna Morell
El largo resto va de vivir con intensidad ese presente de mujer pasada de sus años más lozanos;  igual lo que esté por venir llegará, así que mejor nos coja disfrutadas; oler la florcita, extasiarse por el rayo de sol, dejarse mecer los pelos al viento y sentir la bondad de ese aire que nos hace un brushing natural, disfrutar de los recuerdos, de los hijos, de la mantita, de la tertulia en la radio. Compinche el mensaje con esas mamás, abuelitas que seremos, tan estupendas que somos, con todos nuestros defectos y cualidades, como nos querernos; ahora que lo hemos aprendido, si lo hubiéramos sabido antes, mecachis, ahora que apuntamos hacia el final. Me incluyo como si fuera conmigo el asunto, porque por edad me siento aludida y porque al resumir me pongo en la piel de las que comparten ese estado de ánimo.

El otro día me reuní con dos amigas y también, las noté y dicen sentirse más tranquilas y satisfechas que cuando nos juntábamos semanalmente dos décadas atrás; cada vez que nos reencontramos, más reposadas las percibo. Caramba, ¡qué felicidad la suya!; ojalá me alcanzara su bálsamo.

Referido al texto que reprodujo mi cuñada, me irrita el término invisibilidad. Válgale el mérito a la primera que acuño la locución hacerse invisible para el fenómeno de sentir una mujer que dónde antes juntaba miradas o interés, luego del tiempo recoge un vacío -espacio ese de duración que desmaya la tersura y apaga el brillo de lo recién salido de fábrica-. Válgale el mérito a la primera, pero cansa escucharlo tan repetido, nos hacemos invisibles, nos hacemos invisibles, como si la que lo escribe o dice se estuviera sacando el giro idiomático desde su original manera de formular. Pongo también en reserva la aseveración, que valdrá para algunas, pero no para tantas como se creen. El pasado como el futuro están siempre disponibles para sacar de ellos la historia que mejor nos cuadre. Ya les gustaría a muchas de las que claman o se sienten identificadas el haber sido acaparadoras de interés, o tenido ese gancho especial para pescar a bastantes, o a alguno tan siquiera, testigo de esa visibilidad tan complicada de alcanzar entre la masa de cualquier espacio. Porque a ver, cuando hay cantidad alrededor, quién es el portento que destaca, salvo para íntimos y conocidos, a cualquier edad. La memoria auto halagadora jugaría a favor para garantizarnos a los seres anónimos esa cuota de existencia destacada frente a otros que no fueran nuestros parientes, vecinos, amigos o compañeros de trabajo, descontando a estos cuatro puntales por seguir prestándonos su interés o no, con independencia de los años, atrayéndolos allá donde coincidamos, en positivo o negativo, excepto que nos hagamos una estética o suframos una mutación que nos vuelva irreconocibles, o nos borremos de su horizonte, o ellos del nuestro, por habernos enemistado, jubilado, irnos a vivir al páramo o ingresado en un geriátrico; sin uso de teléfono o red social. Seres anónimos, dije, en el sentido de no diferenciados de la generalidad, pues si se han logrado destacados méritos en un ámbito y a una edad te van a notar tus desconocidos de esa esfera de actividad en esa etapa y hasta en la siguiente, o puede que te olviden, y entonces podrían clamar las afectadas, con fe dada por otros de que realmente tuvieron su grado de importancia fuera de lo común. Todo depende del peso de lo conseguido y de dónde te pille el devenir, que ya se sabe que este, a nuestro imposible entender, se nos presenta arbitrario; así la fama y el protagonismo se desvanecerán o acrecentarán más expuestos a su capricho que al efecto de las décadas sobre los cuerpos. Luego hay que asumir lo razonable, hasta que nos fundamos con los robots, y es que si eres atleta, no te esperes que te vayan a llamar a los cien para jalearte en una competición olímpica.

Y siguiendo con el atasco. Si simplemente por tu gracia o aspecto, antes fueras mirada por algunos, sin llegar a tocarte, o llegar a tener algún tipo de efecto su atención hacia ti, salvo el de creer notarlo y sentir un cierto gusto por esos sentidos dirigidos hacia tu presencia, ¿qué más daría?; una podría estar, pasada la época, en el ánimo de que sigue sucediendo y sería lo mismo.

Ya veo que la autora del escrito no se las da de inventar la locución que me tiene trabada, solo se hace eco de esta como lo que otras apuntan que pasa -como yo, que la pongo por título-, sin afectarle si es que se diera en su persona, porque tiene otros recursos, más espirituales, está pendiente de ella misma, de quién la rodea, de lo que le regala la vida; consciente de su auto importancia. Borrado el desasosiego. Eliminados los ardientes deseos de que un significante número de desconocidos pudieran llegar a prestarle alguna atención. Aunque me pregunto porqué escribe el texto entonces, y llega hasta mi cuñada.

Me pregunto si realmente ellas han abandonado el cuento de hadas, si han podido dejar a un lado a la niña, a la joven, a sus fantasías -con todo el cariño que quieran-; porque lo que es yo, el día que se me apartan desfallezco.

Así voy de calmada.

Hay otra cuestión. La económica. Me da que ellas tienen plenamente garantizado el presente y el porvenir -dentro de lo que cabe, claro, que todo es incierto-.