jueves, 28 de abril de 2016

Almodovaresco I

Composición fotográfica mediante aplicación de teléfono
Susanna Morell
Mi madre dice que cuando se casó con su marido, lo conocía únicamente de llegar él trajeado, desde el pueblo a la ciudad, con ramo de flores y bombones, a recogerla para ir a alguna parte, cine, teatro, con carabina, que a solas poco se vieron. La festejó y siguió con el cortejo hasta la boda. Fueron de luna de miel a Mallorca, donde aterrizaron al atardecer y anduvieron sin fin por los paseos de Palma. A ella, especialista del tacón alto, le torturaban los zapatos, que mantuvo luego de cambiarse del vestido de novia a uno de piqué amarillo, confeccionado por buena modista, entre los del vestuario para el nuevo estado, sin osar a expresarle a su recién adquirido acompañante de por vida la molestia que sufría, mientras no hallaba mi futuro padre el momento de cortar la caminata para irse al hotel a cumplir con lo debido de suceder en esa primera noche.

Regresados al pueblo, mi padre la introdujo en su nuevo hogar y se encontró ella con un principesco dormitorio matrimonial, construido adosado, comunicado por pasillo al núcleo habitacional de la casa, con tanta moldura en pared, labranza en madera y esmero en hacerlo como de película hollywoodense, que ahí pensó mi madre, adiós a la promesa de vivir independientes, en una planta que elevarían sobre la vivienda familiar de él; incluso estaban los planos que le había mostrado su novio. Dice mi madre que resistió gracias a los hijos que le fueron llegando y apunta la posibilidad de haber abandonado si no, pues él la soltó ahí, inexperta avecilla de otro hábitat, entre la suegra, cuñada, cuñados, y desapareció, entregado como estaba a los negocios.

Antes o luego mi padre le hizo ver al padre de mi madre las ventajas de poner a nombre del marido la finca con la que dotara a su hija por motivo de casamiento, beneficios para la unidad constituida, no se vaya a creer, jurada en sacramento, con ánimo de cumplir de veras; así firmaron y pasó a ser propiedad de él. Lo mismo se repitió con la hermana de mi madre y la finca colindante al contraer esta nupcias con el hermano de mi padre. Hacia los maridos se les fueron a ellas directamente las fincas.

Anteayer estábamos mi madre y yo, luego de haber completado el arreglo de la capilla, paseando por el contorno externo del recinto de antiguas viviendas en esa primera propiedad rural. Mi madre rememoraba los días en que acudía allí de jovencita, para las mismas fechas, venida sola cada año sin falta, con una señora que la acompañaba, la señora Anita, en la semana previa a la fiesta de la virgen. Habitaban en el caserío muchas familias entonces, jornaleros de las tierras. Para la llegada de ellas se abría la casa grande y a la mañana les preguntaban que necesitaban del pueblo que les trajeran. La gente vivía allí y no iba a otro lado, los domingos se los pasaban jugando a las cartas, tejiendo las mujeres, reunidas en el poyo de la casa principal, con los pequeños alrededor. El día de la virgen incluso los muchachos organizaban un partido de fútbol, mira si había, me decía mi madre. A nadie se le ocurría pasar afuera los días de asueto o mudarse perpetuos a otro lugar, y por supuesto que de ciencia ficción les hubiese parecido lo de tomarse un vuelo para disfrutar de puente a bajo coste en algún destino turístico; imposible de imaginar lo que ahora hacen sus hijos, nietos o ellos mismos. Yo conocí ese tipo de vida hacia sus finales, que descubrí por sorpresa parecida a la reflejada en las novelas y películas británicas de ambiente rural y de época, de las cuales me empapé sin pretenderlo por la temática este invierno, como la última y bien potente Far from the Madding Crowd -Lejos del mundanal ruidodel novelista y poeta inglés Thomas Hardy.
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Mi madre, que está iniciándose en el manejo de teléfono inteligente, me mandó mensaje, "Susanna, hemos ido a la finca con dos mujeres para"; ahí se cortó la línea -bastante logró- pero ya entendí; era muy importante para ella que fuera, lo noté por varios avisos indirectos; en quien nunca es de presionar o insistir; por ello fui, venciendo la resistencia, pues me encuentro ahora mismo muy a gusto recluida entre mi casa, el gimnasio y el supermercado, sin ánimo de demasiado jaleo y menos de verme de nuevo envuelta en una tradición que creía depositada en el museo de mis bien reposadas reliquias.

Sentadas anteayer sobre un bloque de piedra a la semi sombra de unos olmos mi madre se acordaba de su marido, de la labor de la cual mi padre se sentía más orgulloso entre todas lo que acometiera durante su larga vida como negociante. Lo conseguimos solos ¡eh!, fue una proeza; pensaba en voz alta mi padre mientras se le ponía entre pícaro y risueño el semblante; yo ya había escuchado del asunto por boca de él. La gran obra fue lograr sacar por las buenas, o casi por las buenas de esa finca que le pertenecía a unos ochenta pequeños arrendatarios -pocos se resistieron a la firma final-; yendo uno por uno, casa por casa, montado en su coche, acompañado por Eustaquio, su escudero. Jamás se le pasó por la cabeza a mi padre agradecer la contribución del patrimonio de mi madre al desarrollo de sus negocios, de hecho, cómo se lo iba a agradecer, si el siempre sostuvo y le repetía que esa finca sin su mano no valía nada de nada.

Sentadas sobre la piedra, casi en silencio, nos dejábamos invadir por esa reciente primavera en las espigas, las amapolas, el sol de la tarde; aspirando con intención de ese aire, atentas a ese concierto de susurros de las hierbas y las hojas bamboleándose al compás de su brisa. Mi madre se siente de paraíso conmigo, cada vez más, lo noto, expresa; le doy una paz, dice, una relajación -¡vaya!-.

En el prado frente a la entrada al casco de casas resisten esos altísimos fresnos, alejados de los circuitos por donde otros meten sus raíces y la cobran bajo el efecto de las cuchillas por estrangular con sus leñosos tentáculos las tuberías y fastidiar el riego. Los de la alameda en el camino sucumbieron demolidos allá por cuando yo era una adolescente. Triste pero práctico. Todavía no me he habituado a ese tramo despojado de su antigua majestuosidad. Los propietario o arrendatarios de los campos pretenden sacarles rendimiento. Los regantes aman en el día a los árboles que se elevan hacia el cielo, pero blasfeman a la noche por los mismos ante la trabas que dificultan su labor. Así queda la planicie, a la espera de un nuevo verdor sin disyuntiva.

Nos acompañó hasta la finca Elena, la capataz de las tierras de mi hermano Mateu, con su furgoneta. Nos depositó ahí y para la vuelta nos vinieron a recoger dos empleados negros, de Mali y Nigeria, que viven en nuestro mismo pueblo, por tanto les venía de paso el traernos de regreso, a la vez que fueron ellos los que subieron a la virgen hasta su punto en el altar, arriba de una escalinata de piedra con peldaños de huella tan estrecha que para tamaño de plantilla adulta hay que pisar al bies. El año pasado la subí yo, que tampoco es que sea tan pesada esa talla de quita y pon desde que robaron la anterior, con mi madre atrás, por si su querida niña sufría traspié. Este año anda ella recuperándose de una caída, desde la propia verticalidad al suelo, como acostumbra, con inusitada contundencia; de suerte que tiene los huesos fuertes, no obstante, lleva varias roturas e impuso no tentar de rodar las tres. Fuimos allí el día antes de la fiesta del lugar, que fue ayer, para arreglar y ornamentar la capilla consagrada a la virgen negra, La Moreneta, patrona eclesiástica de Catalunya. Mi hermana Clara tuvo el chispazo de decirle a los dos hombres que nos iban a transportar -de anunciarles- que en su coche cargarían a una Virgen y a dos santas: ingeniosa ella, aunque pateó en mi íntimo pundonor el pensar que aún para una ocurrencia se me pueda pintar de esa manera.

Mi madre es una experta haciendo ramos; para boda, bautizo o comunión siempre se brinda a poner las flores. Encarga por manojos en la floristería y junta a las silvestres las rosas de su jardín para confeccionar entre todas el arreglo, y disfruta de lo lindo haciéndolo. No le divierte tanto ir a limpiar; obligación que lleva auto impuesta, pues quiere que queden pulcras la casa y la capilla. Así que ahí va, con dos mujeres rumanas que se ponen a la tarea con un brío y una destreza difícil de encontrar en las locales, para dejar decente lo irreparable, sin importarles la de cascotes que encuentren caídos, que cada año van a más, en esa construcción de paredes de piedra, que había sido antiguo monasterio de frailes, con suelos que peligran, así que esta vez será la última, dice mi madre; no fuera a resultar que sufrieran ellas percance y entonces sí que se le vendría encima la complicación a mi hermano; o inclusive a mí, me temo. A partir de ahora, de continuar, solo vamos a limpiar la iglesia; se reafirma ella. Mi madre se empeña en el repaso anual por pura devoción. Hasta el fontanero-electricista se apareció, cual llanero con la regata de polvo atrás, mientras estábamos mi madre y yo, solitarias en la solana del poyo, rellenando de espuma oasis los jarrones. Subió tan acostumbrado a reparar lo imprescindible, cuando en la práctica están esas estancias clausuradas, sin nadie que las atraviese -salvo los contados y los que se encuentren en la urgencia de usar el servicio- y se terminaron las comidas familiares en esas dependencias, que se encuentran en planta de arriba; no fuera a resultar que cediese el piso y culminase la fiesta a la virgen con alguno enclavado sobre cirio en la capilla. Otro motivo que arrojó a cambiar a restaurantes de la zona para la comida posterior a la misa es que los ladrones se llevaron todo, todo; aparadores, vitrinas, sillas, mesas, tapices, hasta el cáliz de oro y la mesa de ping-pong; todo, todo, hasta el último tenedor. Es lo que pasa cuando no hay nadie, nadie y los cacos saben que tienen el campo libre, libre y pueden regresar cuantas veces se les antoje hasta completar el botín.

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