Jirafa, cebra y monito, de amanecida - S. M. |
Ayer leí de un hombre en Tailandia sentado en la taza de un baño haciendo lo que tuviera que hacer, cuando recibió, en sorpresiva corriente opuesta, las incisiones de los colmillos de una pitón sobre su pene. Uno de los rescatistas de Bangkok comentó a la CNN lo raro de la mordida en órgano viril, en lugar de lo más visto, nalgas o piernas, en sus siete años al servicio de emergencias. Se colige de la declaración lo más normal de que ellas trepen por los conductos acuosos hasta asomar al aire de los inodoros. En Australia operan servicios de protección a la especie, serpentina; llaman y acude un técnico a rescatarlas de dónde se hayan escondido en los inmueble, así fuese enroscada la sinuosa en el interior de un retrete. En este último tropiezo, un sobresalto menos íntimo acaece para el humano, por eludirse el choque entre su y nuestra trayectoria en direcciones encontradas y calcular a la serpiente llegada desde lo alto a refrescarse en la pequeña charca, siguiendo la sempiterna tendencia -de caída- sostenida por la gravitación y propia de los más específicos desarrollos en ese lugar. Disminuye en este caso la zozobra de figurarnos un antitético movimiento hacia las partes expuestas de nuestra anatomía y sus consecuencias más penetrantes y extremas, aún sin ponzoña que inocular, permitiéndonos apoyar nuestra posadera sobre la tapa en la media confianza de que pase únicamente lo habitual de suceder.
Salvando la diferencia de especie, por esa noticia me ha venido de contar acerca de mis ratones; ¡cuanto más al enterarme ahora mismito de que por el Palacio Real de El Pardo corrían también!. Cómo no me voy a sentir animada a decir que tengo, luego de descubierto ese paralelismo por arriba, cuando por los amoríos del rey Juan Carlos I con la empresaria Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una conocida se llenaba la boca mencionando a un amigo que había sostenido relaciones carnales con una mujer cuya pared vaginal fuera participada en ocasión por la protuberancia enaltecida de ese mismísimo monarca; sí, sí, el rey, insistía la culta del juzgado, el que ahora se la introduce a esa cariátide germanodanesa con rostro de pérfido ángel; entonces, ¿cómo no voy a hablar de mis aptos ratones para todos los públicos?.
Cebras y jirafas, de anochecer - S. M. |
A este rey, antes del fortuito fatal disparo de revólver calibre 22 en Estoril y muchísimo antes de ser pillado en su escapada a la caza del elefante gestionada por Corinna en Botswana, le propuso el dictador de España participar en una de sus cacerías de faisanes, a sesenta y dos kilómetros de ahí, en Aranjuez. Eso a la edad de diez años, cuando acudió, elegido por Franco a sucederle en la Jefatura del Estado, de visita a su residencia, Palacio Real de El Pardo, a fin de conocerse. El crío no atendió en dicho encuentro al llamado de los perdigones o al deber de prestar atención como futuro príncipe y ulterior rey, abstraído como estaba en una figurita que vio aparecer, por los bajos del moblaje, haciendo sus recorridos. El mismo Juan Carlos cuenta la anécdota.
¿Los habría en el dormitorio de la antigua reina, su abuela la británica Victoria Eugenia de Battenberg?, me pregunto. ¿Recorrerían estos la alcoba de Doña Carmen Polo de Franco, esposa del caudillo?, me cuestiono; e ignoro si era el matrimonio de aposentos separados o a resultas de su auténtico amor pudieran haber compartido roedor.
De zafar los venenos, hasta sería probable que algún descendientes de aquellos usara por tobogán el cuello de la jirafa en el pabellón de caza que con tanta ilusión se hizo construir Juan Carlos I en sus últimos años de reinado, acabado en plena crisis del país, con cámara acorazada y techos de altura suficiente para mantener a resguardo sus preciosas armas y a sus más importantes momificados trofeos; dentro de ese espacio natural de El Pardo, apreciado ya como cazadero por los Reyes de Castilla en el siglo XIV; construido en el siglo XV, durante Enrique III y Enrique IV un pequeño castillo en el lugar del palacio actual, para alojarse en sus sesiones de cetrería.
Pudiera darse también que los actuales parientes de los listos de antes le royeran a Corinna las braguitas en su tendido al sol del bungalow; esas dependencias remodeladas ex proceso para vivir su pasión a las espaldas literales de la reina y fuera del ojo público; antigua casa forestal, La Angorrilla. Bragas, bodies, tangas, ligas, sujetadores; bikinis y bañadores para remojarse en esas piscinas que en tomas aérea se vieron emerger; corsetería en general, vaya, de La Perla, Agent Provocateur o de cualquier otra marca de esa categoría alta; hasta que, sin ánimo de ponerse a revisar pieza por pieza, decidiera ella salirse de España y del embrollo; no fuera a ser que en una de esas improvisadas, de burlesque, de striptease o de simple toqueteo al ardor del concubinato, llegaran a quedársele sus mordisqueadas prendas expuestas y por decantación, su encanto, hecho trizas.
¿Los habría en el dormitorio de la antigua reina, su abuela la británica Victoria Eugenia de Battenberg?, me pregunto. ¿Recorrerían estos la alcoba de Doña Carmen Polo de Franco, esposa del caudillo?, me cuestiono; e ignoro si era el matrimonio de aposentos separados o a resultas de su auténtico amor pudieran haber compartido roedor.
De zafar los venenos, hasta sería probable que algún descendientes de aquellos usara por tobogán el cuello de la jirafa en el pabellón de caza que con tanta ilusión se hizo construir Juan Carlos I en sus últimos años de reinado, acabado en plena crisis del país, con cámara acorazada y techos de altura suficiente para mantener a resguardo sus preciosas armas y a sus más importantes momificados trofeos; dentro de ese espacio natural de El Pardo, apreciado ya como cazadero por los Reyes de Castilla en el siglo XIV; construido en el siglo XV, durante Enrique III y Enrique IV un pequeño castillo en el lugar del palacio actual, para alojarse en sus sesiones de cetrería.
Pudiera darse también que los actuales parientes de los listos de antes le royeran a Corinna las braguitas en su tendido al sol del bungalow; esas dependencias remodeladas ex proceso para vivir su pasión a las espaldas literales de la reina y fuera del ojo público; antigua casa forestal, La Angorrilla. Bragas, bodies, tangas, ligas, sujetadores; bikinis y bañadores para remojarse en esas piscinas que en tomas aérea se vieron emerger; corsetería en general, vaya, de La Perla, Agent Provocateur o de cualquier otra marca de esa categoría alta; hasta que, sin ánimo de ponerse a revisar pieza por pieza, decidiera ella salirse de España y del embrollo; no fuera a ser que en una de esas improvisadas, de burlesque, de striptease o de simple toqueteo al ardor del concubinato, llegaran a quedársele sus mordisqueadas prendas expuestas y por decantación, su encanto, hecho trizas.
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