Acrílico de Carlos Gorriarena |
De puertas para adentro los armarios se habían llenado de moho; saqué una chaqueta de cuero que parecía un jamón mal curado. En la nevera otro tanto. Las ramas tiesas del tamarindo podrían haberle arrancado un ojo a cualquier vecino con mala suerte que pasara por la acera. Yo no podía quedarme tumbada a la vista de este tipo de cosas.
Por obra de mi hijo Simón la vivienda se ha convertido en un club de amigos y el jardín en una guardería para perros. Me quedé siguiendo con la mirada a una gata con sus dos gatitos cruzando tan panchos por el salón camino de la terraza; Lucas, mi otro hijo, el que ahora vive en Madrid, se arrugó de hombros diciendo que ya se habría corrido la voz de que ahí se podía estar.
Durante el mes de agosto el club se cerró por vacaciones para dar paso a un hotelito playero. Menos mal que hice la reserva con la suficiente antelación porque si no me hubiese tocado dormir colgada del algarrobo en una hamaca.
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