miércoles, 15 de junio de 2016

Ni a helado

Tai en su máxima felicidad - S. Morell
Habiendo crecido en la España próspera y desatada a consumir de los años noventa, a cualquiera le extrañaría que diga que mis hijos gozaron de la justa cantidad de juguetes, de cónsolas, de videojuegos;  ese número que hace que los sueñes con deleite, te lleguen al fin los más esperados y los disfrutes; o los tengas en medida restringida al lado de la desbordante de tus compañeros y te veas en el ingenio del trueque o la negociación, si es que pretendes jugar con más. Entrada de súbito en el 2008 la depresión económica -entonces mis hijos de dieciocho años y diecinueve años-, con el nivel todavía intacto de llegar al fondo en las arcas de las reservas familiares de la clase media para casos de emergencia, en un país donde se tiende a ayudar y proteger sobremanera a los hijos, se queda incrédulo mi interlocutor, si alguna vez lo he dicho, de que ellos se las arreglan desde los dieciséis sin recibir más que apoyo cariñoso. Ni a un refresco los he invitado, fuera del excepcional que puedan hallar por la nevera; ni un regalo han tenido, tan siquiera por Navidad. Los acogemos con muchísimo gusto, cama y comida; es lo que tienen asegurado cuando vienen; y pastel en los cumpleaños, a elegir si con velas a soplar, hecho por mi, aunque les resulte un anacronismo.

Dicho lo anterior, matizaré. 

Le compramos hace años, cuando lo visitamos en Madrid, una cazadora de cuero a Simón; de tan buena hechura fuera de modas, que ahora se la tiene apoderada su hermano Lucas, el observante del estilo y las tendencias; aunque Simón no puede más que insistir con sonrisa a que se la devuelva, dado que Lucas es su principal suministrador de prendas, que le caen perfectas cuando el hermano las deshecha por el motivo que fuere.

Yo tenía una minúscula reserva para casos de fuerza gravísima. Con una parte viajó Lucas a Londres la primera vez; dicho y hecho, cazado al vuelo -valgan las expresiones- luego de repetirle en variadas circunstancias que me avisara cuando estuviera dispuesto a ir. Con la otra se compró Simón un Mac ordenador de mesa, de los más potentes y pantalla gigante, que es el que ahora estoy usando para mis labores de comercial y otros asuntos en red; despidiéndome de los dibujitos de elefantes y demás animales de la selva, pues a fin de mes Simón me avisó de que ya contrató Internet para su hogar y se lo va a llevar, pues también llega un amigo, que cursaba en Madrid algo así como cinematografía y comunicación audiovisual y piensan ponerse a ver de sacarle partido a la máquina; porque la idea de la madre con fijación en las finanzas, era que la comprara para fines creativos, a la par que crematísticos. Luego le salió a Simón el trabajo que le surgió, la nueva vivienda, la venida de la novia, y conmigo se quedó el Mac maravilla al que me acostumbré, pues ya se sabe que a la mejora se habitúa uno en el tiempo de un compás. 

Les hemos prestado bastante el coche.

Los invité en Madrid a las claras* y bocadillos de calamares.

*Infame mezcla de cerveza con gaseosa

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