Candle in the Wind |
Los escritorios que tenía a mi cargo para ser limpiados en las oficinas de la empresa farmacéutica contaban todos con idéntico equipo informático y terminal telefónica. Se daban algunas adaptaciones personales en el teclado, la almohadilla reposa-muñecas, el ratón y su alfombrilla. En lo que hace al resto la cosa se parecía bastante a lo detallado a continuación, aunque bien que multiplicado.
1: Fotos de familia / mascota / cosmético / chuchería / zapatos en el suelo. 2: Fotos de familia / manualidad escolar / taza / cosmético / mascota. 3: Fotos de animales / tarjeta de felicitación / pieza de fruta / cosmético / reloj . 4: Fotos de familia / mascota / bol / caja de cereales / zapatos en el suelo.
Yo avanzaba por entre ese mar de escritorios, que se me presentaban como ominosos en su tantísima repetición.
Dos mesas me libraban del sentimiento de estar metida en el escenario de una pesadilla.
Una de las dos la supuse ocupada por una mujer negra por la foto de un hombre con niño y niña que tenía apoyada ahí a la vista, muy guapos los tres y con la piel de ese color. Ella decoraba su espacio sin mesura. Para Halloween su equipo informático apenas asomaba de entre tanta serpentina, calabaza, esqueleto y murciélago. En Navidad, un abeto sobre la mesa la obligaría a escribir de costado y unos nutridos espumillones corrían por sus altos alcanzando sus topes y más allá. Los redondelillos de confeti dorado nunca terminaban de desaparecer del todo en ese punto.
Él era diferente. Así lo era al menos su mesa. Lo primero por la foto siniestra. El retrato en sepia del rostro de una mujer bonita. De lo más inquietante, y que nunca supe bien porqué. El caso es que, si me tomaba por sorpresa, con seguridad que me sobresaltaba. Había además en esa mesa una disposición extraña y cambiante de los objetos que me sacaba a menudo del automatismo. Varios cinturones de cuero dispuestos a lo largo sobre el teclado. Inhaladores como para el asma, no pocos, alineados, agrupados o desperdigados de punta a punta. Una felicitación navideña de lo más convencional, y que ahí quedó. Un día le hallé un ojo; una pelotita blanca con iris verde y venitas rojas pintadas alrededor. Me entró la risa; ni que el ocupante de la mesa lo hubiese puesto a propósito. Una vez lo vi. Andaría en la treintena, delgado y rubio, no sé si guapo, de atrás lo parecía. Se sacó el cinturón, se ajusto los pantalones de franela gris con unas tiras reflectantes, se enfundó sobre la camisa blanca una chaqueta de ciclista ajustada y de la mano de su mochila desapareció por el pasillo. Se me antoja que ese hombre, si es que no tiene algún percance, puede muy bien llegar a ser director general de la compañía.
En una tercera mesa apareció un día colgada la foto oficial del compromiso de boda del príncipe William con la señorita Kate Middleton. Lo creí un gesto singular. Las cosas hay que vivirlas para aprenderlas. No es que no supiera del fervor inglés por la monarquía; incluso que estoy empapándome a diario de las lágrimas que el pueblo soltó por Diana de Gales en tanto trato de entonar junto a Elton John la canción que adaptó para ella en su funeral. Así que lo sabía, pero no. Para aprenderlo he tenido que tocar con mis propias manos los banderines patrios colgados del techo de la recepción o un delantal con el retrato de la parejita en el hostel, u hojear los catálogos de ventas a distancia repletos de modelitos royals, inspirados en sus majestades, para ser lucidos en partys, o fiestas montadas en las casas o en los barrios para celebrar el acontecimiento. Ahora lo sé, como sé que el día del casamiento fue declarado de fiesta nacional, y como sé todavía mejor que no me pagaron extra en el trabajo por ser una de las pocas personas en el Reino Unido y mucho más allá que no estábamos embobadas frente a una pantalla en el momento del sí quiero.
1: Fotos de familia / mascota / cosmético / chuchería / zapatos en el suelo. 2: Fotos de familia / manualidad escolar / taza / cosmético / mascota. 3: Fotos de animales / tarjeta de felicitación / pieza de fruta / cosmético / reloj . 4: Fotos de familia / mascota / bol / caja de cereales / zapatos en el suelo.
Yo avanzaba por entre ese mar de escritorios, que se me presentaban como ominosos en su tantísima repetición.
Dos mesas me libraban del sentimiento de estar metida en el escenario de una pesadilla.
Una de las dos la supuse ocupada por una mujer negra por la foto de un hombre con niño y niña que tenía apoyada ahí a la vista, muy guapos los tres y con la piel de ese color. Ella decoraba su espacio sin mesura. Para Halloween su equipo informático apenas asomaba de entre tanta serpentina, calabaza, esqueleto y murciélago. En Navidad, un abeto sobre la mesa la obligaría a escribir de costado y unos nutridos espumillones corrían por sus altos alcanzando sus topes y más allá. Los redondelillos de confeti dorado nunca terminaban de desaparecer del todo en ese punto.
Él era diferente. Así lo era al menos su mesa. Lo primero por la foto siniestra. El retrato en sepia del rostro de una mujer bonita. De lo más inquietante, y que nunca supe bien porqué. El caso es que, si me tomaba por sorpresa, con seguridad que me sobresaltaba. Había además en esa mesa una disposición extraña y cambiante de los objetos que me sacaba a menudo del automatismo. Varios cinturones de cuero dispuestos a lo largo sobre el teclado. Inhaladores como para el asma, no pocos, alineados, agrupados o desperdigados de punta a punta. Una felicitación navideña de lo más convencional, y que ahí quedó. Un día le hallé un ojo; una pelotita blanca con iris verde y venitas rojas pintadas alrededor. Me entró la risa; ni que el ocupante de la mesa lo hubiese puesto a propósito. Una vez lo vi. Andaría en la treintena, delgado y rubio, no sé si guapo, de atrás lo parecía. Se sacó el cinturón, se ajusto los pantalones de franela gris con unas tiras reflectantes, se enfundó sobre la camisa blanca una chaqueta de ciclista ajustada y de la mano de su mochila desapareció por el pasillo. Se me antoja que ese hombre, si es que no tiene algún percance, puede muy bien llegar a ser director general de la compañía.
En una tercera mesa apareció un día colgada la foto oficial del compromiso de boda del príncipe William con la señorita Kate Middleton. Lo creí un gesto singular. Las cosas hay que vivirlas para aprenderlas. No es que no supiera del fervor inglés por la monarquía; incluso que estoy empapándome a diario de las lágrimas que el pueblo soltó por Diana de Gales en tanto trato de entonar junto a Elton John la canción que adaptó para ella en su funeral. Así que lo sabía, pero no. Para aprenderlo he tenido que tocar con mis propias manos los banderines patrios colgados del techo de la recepción o un delantal con el retrato de la parejita en el hostel, u hojear los catálogos de ventas a distancia repletos de modelitos royals, inspirados en sus majestades, para ser lucidos en partys, o fiestas montadas en las casas o en los barrios para celebrar el acontecimiento. Ahora lo sé, como sé que el día del casamiento fue declarado de fiesta nacional, y como sé todavía mejor que no me pagaron extra en el trabajo por ser una de las pocas personas en el Reino Unido y mucho más allá que no estábamos embobadas frente a una pantalla en el momento del sí quiero.
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