miércoles, 11 de mayo de 2011

Costumbres culinarias y demás


Oleo de Giorgio Morandi
Simón hacía la lista antes de irse de las cosas a las que aquí se habituó y que echará de menos en España. Por ejemplo, que los comercios y oficinas de servicios mantengan sus puertas abierta a la hora que se corresponde con el parón hispano de la comida, o en lo culinario el  hummus, esa crema untable de garbanzos propia del Medio Oriente que aquí se compra en cualquier supermercado y que en España  hay que buscar en tiendas especializadas o preparar en casa; así que ahora le va a faltar.
El otro día en el hostel una señora canadiense muy jovial se afanaba en elaborar unos muffins en la cocina comunitaria a fin de celebrar el cumpleaños de su hija, tan crecida como los mios y que la miraba hacer. La mujer se lamentaba por no haber podido encontrar en el supermercado ningún ingrediente igual a los que ella utiliza en Vancouver para prepararlos. Así que serían unos muffins hechos con puré de calabaza, en lugar del de papaya. Me parece a mi  que la mayoría de cocineras familiares de clase media española sentirían rechazo por el contenído de ambos botes por no haberlos visto nunca en sus despensas; aunque bien  se lamentarían por no poder encontrar aquí los elementos imprescindibles para preparar una paella "como Dios manda".
Mi madre preparó una vez ese arroz típico del país,  lleno de sepia, gambas, cigalas, almejas y mejillones para agasajar a unos chicos suizos amigos de alguno de sus hijos y los muchachos se vieron en apuros para desligar el grano de entre tanto bicho raro.
Yo le dí a probar a Jamie  un pan crujiente regado con aceite de oliva virgen y sal, y por su expresión  y la mano en  el cuello al tragar me di cuenta de que le raspaba en la garganta como si estuviese engullendo un montadito de esponja empapado en gasolina. Por mi parte tengo que desviar la vista para no indigestarme cuando lo veo beber a grandes sorbos de su tazón de leche tras echarse al buche una buena cantidad de spaguetti alla bolognese.
A la habitación de la señora canadiense e hija no le falta de nada. A lo habitual para alguien que está de tránsito ella, la madre, ha añadido dos jardineras con flores en el alféizar de la ventana, estantes de tela y colgadores en el armario, colchas y alfombrilla para los pies a la litera y cojines en los asientos. Me aclaró que por tres semanas de estancia merecía la pena acomodar el ambiente como para sentirse en su propia casa.
Yo misma no acierto a explicarme porque en agosto pasado solo veía paquetitos de a tres melocotones esmirriados o lánguidas hojas de lechuga envasadas como todo vegetal en los supermercados y ahora los encuentro bien surtidos. Tendré que fijarme en este nuevo año, para saber si era víctima de un choque cultural o si de verdad desaparecen las frutas y verduras de los estantes refrigerados en cuanto terminan los cursos universitarios, o en cuanto sus distribuidores se largan a España a tomar el sol. 
Como la señora de Vancouver acabo de añadir a mi dormitorio un elemento que echaba mucho, mucho de menos y que ha elevado considerablemente el nivel de semejanza entre nuestra morada inglesa y la que dejamos atrás: Un espejo de cuerpo entero, o casi.

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