jueves, 16 de febrero de 2012

La mosca


Me rompí la pierna en las nieves de Semana Santa y recuerdo un calor asfixiante de verano que todavía estaba en la cama.
Entró una mosca en la habitación y me dio una especie de ataque de pánico porque una visita me dijo que conocía el caso de un enyesado en que los huevos de mosca se le colaron por el agujero del pie y le pudrieron la pierna.
Me dolía a rabiar, pero me habían llevado al mejor traumatólogo, así que no podía quejarme, pero lo hacía, porque no podía resistirlo.
¡Mamáaa!; su compañía me aliviaba, pero tardaba mucho en llamarla, porque me daba vergüenza reclamarla en mitad de la noche a mis grandotes trece años.
En la oscuridad me venían a la cabeza todos los dolientes del mundo y les juraba no olvidarme de ellos cuando volviera a correr por ahí.
Cuando suplicaba mandaban llamar al doctor que me inyectaba unas sustancias tan poderosas que me caía de la cama con pata incluída y ni me enteraba del ¡cataclonc!.
Mis amigas se quedaban rectas, sentadas en la otra cama. Yo me divertía, aunque ni sabía lo que les estaba contando. De bien adultas, mi conexión con Carlota aumentó el día que me dijo que le sorprendió agradablemente descubrir entonces que su amiga seria, perfecta y responsable tenía unas puertas que se abrían a algo no tan correcto.
Igualmente seguí estudiando con tesón; venía a darme clases un joven profesor que se quedó un tanto cortado el primer día que me vio sin el pijama, es decir, vestida.
Gracias le doy desde aquí al ángel de la guarda que me pasaba de contrabando pilas de fotonovelas románticas.

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