En una tarde mustia de invierno entraron en la inmobiliaria un par de hombres solicitando visitar algunos apartamentos en alquiler anunciados en el escaparate. Con ellos me fui; no muy lejos, justo al otro lado de la plaza.
Entre que los pisos eran caros, ellos altos y guapetones, que entramos en buena sintonía y que me miraban con buen ojo, pues la verdad es que regresé a la oficina flotando en vapores de sexy girl.
Entre que los pisos eran caros, ellos altos y guapetones, que entramos en buena sintonía y que me miraban con buen ojo, pues la verdad es que regresé a la oficina flotando en vapores de sexy girl.
Al día siguiente regresó el interesado, en alquilar, para ir a ver los restantes.
Al acabar no hubo manera de negarme a tomar un café con él.
Fueron diez minutos de impacto.
Al acabar no hubo manera de negarme a tomar un café con él.
Fueron diez minutos de impacto.
Para empezar dijo que yo era una bruja que lo había hechizado. Para seguir, que el era un ex mercenario que había luchado en las selvas de El Salvador y Guatemala donde había visto lo imposible y al regresar a su Francia natal se estrelló en su moto de carretera para irse a pasar una larga temporada al limbo de la inconsciencia y despertar con cara nueva, irreconocible en el espejo ante sí mismo, al igual que su cuerpo escuchimizado. Los huesos que sustentaban ahora su rostro eran todos de acero.
Desde luego que algo raro tenía ese hombre; algo raro e inquietante, a la vez que atrayente.
Para terminar, tenía montado un negocio de importación de carne argentina con el socio, que conocía, y al sábado siguiente se presentó en la oficina diciéndome que había soltado unos billetes a su chica de fin de semana para que se fuera de tiendas y poder venir a darme la nueva de que no pararía hasta conseguirme.
¡La que me espera!, exclamé para mi en cuanto desapareció por la puerta.
¡La que me espera!, exclamé para mi en cuanto desapareció por la puerta.
Tras esa intervención desapareció para siempre.
No se la pegó con otra moto porque lo vi un tiempo después frente a la agencia de alquiler de vehículos contigua a nuestra oficina. Ni sabría decir si lo vi mirando hacia nuestra vidriera.
Ahora me pregunto si uno puede destrozarse la cara llevando casco, o machacársela sin perder un ápice de cerebro.
A lo mejor el tío estaba tocado.
O puede que me estuviese tomando el pelo.
A lo mejor el tío estaba tocado.
O puede que me estuviese tomando el pelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario