domingo, 19 de agosto de 2012

La gallina Turuleca

Algunos del llamado
Círculo de Bloombsbury
Con un agosto agradablemente caluroso y la marcha a España a solo un mes de lejanía, se me ha renovado  el ansia por acabar de explorar esta ciudad; me refiero a su superficie, recorrer lo poquísimo que me falta en bicicleta y y hacerle conocer a mi marido lugares que  todavía no había pisado, como los márgenes del río Cam hacia el norte y hacia el sur en dirección a las afueras.
Así  nos acercamos hasta el villaje de Grantchester, por un sendero asfaltado que transcurre entre prados verdes, que se extienden a la izquierda o a la derecha, según vayas de ida o de vuelta, y declinan suavemente hasta llegar a compartir borde con los meandros del río, que por eso se denomina la zona Grantchester Meadows.
A la vuelta de esta primera excursión a la zona campestre posh de Cambridge mi marido escribió una nota en el ordenador para sus amigos de Facebook. 
Digo que el área es pija, como Victoria, la posh de las Spice Girls, porque se huele hasta en las flores y porque me he enterado que lo viene siendo desde la época de la otra Victoria y más allá.
Se dice que Grantchester tiene la mayor concentración del mundo de residentes con el Premio Nobel otorgado y que a principios del siglo pasado los artístas del Círculo de Bloombsbury venían a sentarse a tomar el té entre los manzanos del huerto de The Orchard, terreno conquistado por los estudiantes de la University of Cambridge para tal práctica, a resguardo de la popular costumbre de finales del siglo diecinueve de ir a tomarlo a orillas del río del prado adyacente. Esta innovación paso con el tiempo a ser la norma, que se extiende hasta los días de hoy, en que locales y turistas tras las huellas del pasado se acercan a The Orchard para recostarse al fresco en tumbonas verdes después de haber pasado por el autoservicio de la casa de té.
Sin saberlo, y por tanto sin ánimo de revertir la tendencia, mi marido y yo descubrimos la pradera vacía junto al área concurrida y decidimos incursionar por sus bordes para ver de llegar al río, como efectivamente resultó, y allí nos sentamos, sobre tronco caído, a comernos en paraje idílico y solitario los bocadillos que llevábamos en la mochila.

Yo también llegué a casa con el ánimo de escribir algo, por eso evité leer la nota que el bólido de mi marido de inmediato colgó en la red. Pero como los días pasaban sin sentarme al ordenador, pues la idea se me enfrió y ya me daba igual ser influída, así que fui a mirar lo de él.
Pude ver que quedamos atraídos ambos por la misma sujeta.
Era sospechable y me asumo como cómplice en el asunto; incluso tengo ahora un cartel a la vera de mi ordenador con la imagen a color de la hermosa pelirroja que descolgamos furtivamente de una reja, y a esa sí, seguro, va a quedar colocada para el recuerdo en algún rincón honorable de nuestra casa en España.
El cartel reza lo siguiente:
"Encontrada gallina el lunes 30 de junio del dos mil doce, en el parking de The Orchard. Está sana, salva y feliz. Llámenos a los teléfonos tal o tal".
Quién la recogiera se tomo el trabajo de confeccionar, plastificar y colgar los carteles en múltiples puntos del villaje, así que uno menos no afectaría a la pobrecita, a más bien afortunada ponedora.
Así dijo mi marido como parte de su nota:
"Considero que es una gallina apetitosa, no desde el punto de vista gastronómico sino sexual. Nunca he sido adicto al animalismo u otras parafilias semejantes, pero siento que esta gallina está para comérsela... a besos. Si no fuera porque soy estrictamente monógamo tejería un romance con ella. Sí, compartiría una noche de lujuria con esta gallina pechugona.En la ventana de un cottage leemos un cartel que anuncia la venta de media docena de huevos por una libra. Dice el cartel (escrito a mano) que fueron puestos por las señoras gallinas Mary, Katty, Doris y Mrs. Brown. Nos hace gracia el anuncio, así que golpeamos a la puerta y sale a recibirnos una matrona bajita, gordita, y muy simpática, que nos trae los huevos envueltos en una preciosa servilleta de hilo que sin duda vale mucho más que la media docena de huevos. Susanna y yo nos miramos sabiendo que la servilleta pasará a integrar la dotación de nuestro ajuar doméstico".
Después de hacer un repaso con nombres y apellidos a los ilustres personajes de las letras y las ciencias que se sentaron a tomar el té o a vivir por la zona mi marido continúa con la historia:
"Le pregunto a la señora que nos vende los huevos si la gallina del cartel era suya. Dice que no, que es de una vecina. Le pregunto si tiene nombre, como las de ella. Dice que no lo sabe. Le sugiero que de no estar bautizada podrían llamarla Turuleca, pero no le confieso que me la beneficiaría sexualmente, aunque sí se lo digo a Susanna, entonces ella me pregunta si podríamos hacer un ménage à trois".

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