Mis tías, Elvira y María, entran en la casa de mi madre, esté ella o no esté, y se sienten exactamente como en la suya, libres de moverse por la nevera o por donde fuere, por algo tienen llaves; para mi tía Elvira es el lugar donde nació y creció hasta los cincuenta y para mi tía María la casa familiar de su marido, donde fuera a vivir su hermana -mi madre- al casarse con el hermano del que fuera a resultar mi tío Ángel por partida doble, y donde se reunían con su prole en domingos, fiestas y demás ocasiones hasta que llegó la discordia entre los maridos y se anularon las comidas en esa fraternidad que sospecho nunca habrá estado demasiada entre los hombres. Solo hacia al final mi padre volvió la noche de reyes a subir a la vivienda de su hermano, como era tradición reunirnos allá por motivo de la cabalgata de los magos de oriente, y mi tío al morir mi padre lo erigió en un pedestal al que impedía con insospechada vehemencia que nadie arrojara la mínima china en comentario desaprobador. Las mujeres sin embargo ahí están y seguirán sempiternas, en piña arrimadas al jardín de mi madre. Han cosido juntas las hermanas arrullos para los nacimientos nuestros y para la descendencia de media comarca de sus amistades; con sus compañeras ayudantas, o vestidos que nos hacían -hasta esas últimas modosas bermudas tropicales de las primas todas iguales con las que me llamaron cochina en el desparpajado Brasil- o delantales para el mercadillo benéfico. Ellas son un extremo de diferencia en todo; a mi madre la irrita esa hermana suya tanto como la quiere; lo que dice mi tía la incita a responderle con carga, mientras mi tía se queda tan pancha haciendo o soltando lo que se le antoja; nunca he escuchado que mi madre se la devuelva con fondo airado a nadie más; salvo a mi padre en su momento y a mi tía Elvira en la actualidad, cuando chochea según le conviene.
Llevan años sin arrimarse a la máquina de coser; se han esfumado los grandes costureros con sus dedales y huevo de madera; quedan unas cajitas para caso de botón, pues les tira más la cafetería, y a mi madre la calle, con su garbeo de actividad en actividad -yoga, coro, ayuda social, parroquia; no se vaya a creer-. Mi madre tiene ochenta años -siete más que su hermana María- y una pinta y una energía que si estuviera por la labor todavía podría hacerse con affairs en abundancia, o atraer a alguno de su gusto si anduviera con la selección afinada. Cuento una anécdota que me acaba de contar. Ella fue a acompañar a su consuegro, el padre de mi cuñada Maite, hasta el centro social de jubilados donde el hombre se echa a diario la partida de lo que fuere, y hay que acercarlo últimamente del brazo, si es caminando, pues se está quedando ciego el pobre, y triunfó mi madre entre los retirados, que se cuestionaban -se le acercó uno por los demás a preguntar de primera mano- que edad tendría esa regia hembra que se les había aparecido por el local.
Así es. Mi madre tiene tanta vitalidad y se muestra tan solícita que nadie la ve con pena o compasión y todo el mundo la busca cuando la necesita; también cuando no, para comer con ella, para verla, para estar; sin abusar, pero es que tuvo bastantes hijos y estos se reprodujeron a su vez; aunque si bien no tanto como antaño, la cosa se multiplica, y si se quieren ver da quehacer, por más que exista colaboración, salvo que se los invite a restaurant o se les pague viaje de encuentro en Honolulu. Así, sin dejar sus actividades particulares, mi madre se pasa el día trajinando para los otros, y mis tías repantingándose en ella y en las sillas de su jardín. Ahora están las tres por una quincena en la casa de la playa y de seguro mi madre las tiene bien atendidas. El resto del buen tiempo las señoras entran a su aire y se instalan en el acogedor oasis de mi madre, atrayendo mi tía María a su "corte celestial", como mi madre llama, con cariño y estoicismo, a las amigas sueltas de su hermana, que se acercan a tomar el fresco y a engrandar el ruedo de las demás que se juntan, en definitiva amigas todas entre todas, por supuesto de mi madre, ahora que es verano y hay que aprovechar. Mi madre les sirve Coca-colas o lo que tenga de fresco en el refrigerador de abajo, en el cuarto de la despensa, o sube al piso, a bajarles vasos, servilletas, tenedores, un piscolabis de patatas, olivas, rodajitas de embutido, queso, pan con tomate, tarta que hizo, según lo que haya, y claro, las trata tan bien, que esté ella o no esté, allá se van, a tomar el aire y el refresco, hasta llegar al punto en que alguna a dado la voz de alarma, sin ánimo de criticar a nadie: "Cómo es posible que Teresita, por más que sea retrasada, se meta en la despensa de ella -mi madre-, en su ausencia, a buscar lo que servir, más allá de repartir los botellines de agua comprada y enfriada que les tiene siempre a disposición; cómo es que su tía no la para, o alguna otra cercana". Así se lo pasan, que les da vida esa terraza al fresco, alargándose la reunión hasta las once o pasadas, según la noche. Según el día, mi madre quisiera verse antes de retirada, dado que le suena a la mañana el despertador temprano cuando las otras siguen de seguro entre sus sábanas blancas, como no dice la canción que alguien se vaya a mojar entre otras de similares por sus carnes enflaquecidas, que no flacas, ahora que están la mayoría viudas o sin ventanas por donde pudiera un admirador otear su lozanía inspiradora de letras musicales.
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