domingo, 31 de julio de 2016

La verdad del peluquín

Práctica de caras - S.M.
Mi marido me transmite una calma extraordinaria. Podría pensarse que el es la pólvora comprimida y yo la crema balsámica, podrían pensarlo nuestros hijos, porque otros observadores cercanos de nuestra familiaridad no tenemos, pero se equivocan. Sucede que mi marido, con tener mucho nervio, vuelca en sus textos su gran poder de traca -disminuida, es comprensible, en los artículos del diario restringidos a temática local que tanto ansía poder dejar- reservándose una porción de tensión placentera para nuestra intimidad y otra para repartir entre los que le provocan el cabreo cuando le da el arrebato por el lado menos amatorio. Por lo demás, es un sueño de tranquilidad en el que da gusto sumergirse a su vera para que te envuelva en sus ondas. En la boda de mi hermana Agnès, hará dos años en septiembre, mi prima Julieta lo percibió. Pasado el evento, en la siguiente y última ocasión  en que la vi, me habló de la paz que mi marido le había transmitido, rememorando con un hondo suspiro esas caladas que me explicó, casi silenciosas de los dos, en los butacones al aire libre, tan relajadoras, de simple tabaco ¡eh!, sin necesidad de decirse demasiado, en una calma desconocida, en esa pausa de la celebración y el bullicio; definitivamente sí que lo entiendo -me dijo- es alguien de otro planeta, no me extraña que estés a gusto con él. 

Ahora está este marido mio, escribiendo su obra monumental, un experimento que lo conducirá a donde fuere de contundente o fallido y le desespera cuando, entre la presencia y asuntos de todos sus queridos, no lo dejamos avanzar. Lleva más de un año en ella y anda por el fin de los comienzos. No me deja ver ni un ápice hasta que acabe. Esta vez lo ha querido abordar con pausa y con todo el tiempo necesario sin la mínima presión para correr. Le tardará otros dos o tres años, si dios lo permite y no nos cortan antes la luz.

Por último una confesión personal. 

El retrato de Dorian Gray
Yo sostuve, inclusive para mí misma, y todavía se lo sostengo implícitamente a mi marido, que fue la inmobiliaria el motivo por el cual dejé de pintar; el tener que buscar ese trabajo de jornada completa, más ocuparme de nuestros hijos y de la casa. Sumándose a la falta de tiempo la falta de espacio, porque era un incordio tener que trasladarse de punto a punto con el caballete, los tarros, los tubos, según la actividad de la familia, mucho más complicado, aseguro, que ir rotando con un ordenador. Porque el proceso de preparación y entrada en la pintura era moroso y a la que me metía en el pincel ya tenía que irme. Más el coste costoso del material, a cierto punto imposible. Todo lo anterior es cierto, igual que todo lo anterior es una tremendísima excusa. 

   
Fiesta Mayor - S.M.

Cuando dispuse de algunas horas libres y un taller para mi sola -¡lo tuve!-, me turbó lo poco que rindió en obra creada. Me molestaba la vecina de enfrente, la cual podía salir a tender ropa a su balcón y desde ahí verme por mis grandes ventanales. O sus vecinos de encima, de los cuales nunca llegué a ver sombra pero igual los encontraba un obstáculo para mi libre expresión. O los del otro lado, que con catalejos quizá alcanzarían a evaluar como inmerecido tamaño local para tan poca maravilla pictórica. Llegué a comprar telas enormes, y botes carísimos de acrílico concentrado de los que no brotó el genio. El hombre artista plástico que me ayudaba a cargar, el que claveteaba los marcos en el lugar de Barcelona donde me proveía del material, pensaría que yo era una pintora de grandes exposiciones. De hecho allí compré los bastidores para la conjunta que expusimos en la sala principal del palacio municipal con temática de las fiestas populares; un vacío que llené como pude. Pintaba, dibujaba, pero no me fluía. Soñaba con tener a personas vivas posando para mi; con ser capaz de tenerlas frente al caballete sin el petrificante temor de que ellas esperaran un resultado. Pensaba que cuando pudiera sentarme, como tantos pintores lo hacen en la calle, con lo vivo a pintar fijo enfrente, sin aturullarse por su presencia física o la de los espectadores alrededor pendientes de la semejanza que fuese a brotar del carboncillo, o del óleo en estudio; si pudiera lograr tal cosa, podría comenzar a considerarme. Quería llegar a ser Picasso, Barceló, Miró, Hopper, López, Tamara de Lempicka, Frida, pero ya veía que por ese lado me sería complicado.

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