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S.M. |
Sigue la fiesta entre mi familia de origen. Mi hermana Clara y su marido han vuelto a convocarnos a todos para que conozcamos el apartamento en la Costa Dorada que adquirieron la pasada primavera, con terraza frente al mar y playa casi particular por despoblada de otros bañistas. Cuando todavía estoy repleta por las sentadas del agosto y el bufé con que nos recibió mi cuñada Maite -quién se ha transformado en una consumada anfitriona y elaboradora de bocados delicatessens a la par con mi hermano Mateu- para mostrarnos a los que estábamos por la Costa Brava la integral reforma que una decoradora -una "crack" de mujer, según mi cuñada- les orquestó en el fabuloso dúplex con vistas a la bahía que ya estaba antes del cambio digno de salir fotografiado en revista lujosa de interiorismo. Igual entre gin tonic y gin tonic -el clásico combinado que queda a la moda según se ve servir ahora- su hijo mi sobrino Roger, que se marchaba el día después hacia Biarritz para estadía surfera en casa de un amigo, recién venido del aeropuerto donde se reencontró con la novia que deja, o lo deja ella a él, según la vez y están por retomar la relación, recién salido de un puesto de trabajo en asesoría del que por
motu proprio se despidió, pues ya nada le aportaba en cuestión de aprender y tampoco le compensaba en lo económico la plaza que consiguiera donde estuvo como becario tras la carrera de empresariales. Pues a la brisa de esa noche ideal, sentado al borde del sofá de rattan, sosteniendo su bebida cargada del hielo dispensado por el surtidor de la nevera, nos contaba de su estado anímico, bajo, bajo, de tocar en lo más depresivo durante los dos últimos meses que estuvo solo, mandado a revisar cuentas en un hotel de Marruecos. Nos contaba de su desazón por la nariz, que no terminó de quedarle perfecta, luego de una cirugía para solucionarle una mala aireación por ese conducto, ante la afirmación del otorrino de que por ahí muy probable le viniese la ansiedad, atreviéndose además ese doctor otorrinolaringólogo a limarle estéticamente alguna imperfección imperceptible que le habrán comentado y ahora es posible que tengan que recurrir de veras a un cirujano plástico para que le solucione el problema de la punta, que se le está viniendo abajo y habrá que reponerla y apuntalarla en su anterior perfecta posición. Alejado, aún en lo más oprimido, de idea que pudiera llegar a resultar fatal -puntualizaba mi sobrino-; sintiéndose agradecido y tantísimo mejor por compartir con todos los presentes, en esos momentos tan plenos. Desde luego que es complicado. Yo comprendo a mi sobrino perfectamente en esas sus tribulaciones por las fosas nasales.
Instalada de nuevo mi madre en su población de todo el año, me ha llamado hoy -para alivio con voz vital y alegre- sugiriéndome de ir para su santo el día ocho y quedarme hasta el diez en que podríamos hacer el trayecto hasta la invitación de mi hermana en las plazas sobrantes de los otros que fueran. Tengo muchísimas ganas de que vengas con Tai -me dice y me sorprende- estoy deseosa de que me saque a los gatos que en este mes de estar fuera se han instalado abajo, con camada que han parido y se sienten tan en su propiedad que aunque salga a espantarlos, ¡ccccchú!, ¡ccccchú!, ¡zape!, ¡zape!, se me quedan mirando, como diciendo: tu chista, que ya verás si te hacemos caso; y siguen echados en el césped o arrellanados en las sillas que al declinar la tarde deben dar cabida a otras nalgas.
Así que iré. Lo consulto en casa y hay que ver lo complicado de convenir para solucionar el asunto; siempre el mismo embrollo, ni que me fuera por cuarenta días a hacer la travesía del desierto. Sucede que a criterio de mi marido el coche está para circular como mucho por el pueblo y tiene razón. Así que el jueves próximo tomaré transporte público, sin ser acompañada por el requerido ahuyentador, haciéndose cargo de él Simón, que se lo llevará, debiendo presentárselo a la especie de Pit bull macho de su novia, a ver si los mantienen separados, se saludan a dientes mostrados o lo acepta el otro en su hogar con cordialidad.
Algo extra satisfactorio pasó, de agradecer en lo profundo a sus benefactores: Simón cuenta con transporte propio, y flamante. Sucedió que en una de esas comidas familiares en el pueblo, cuando voy sola, una antes del verano, al hacer repaso de los hijos me tocó el turno y relaté, con más bien aire jocoso, la odisea de Simón en su llevar y recoger a la novia a las dos o tres de la madrugada, cuando ella termina de trabajar en el trabajo que encontró, de camarera en la coctelería de la ribera; los dos sobre la Vespa prestada, a veinte kilómetros por hora los dieciséis kilómetros de distancia hasta donde moran, para empezar él su turno a las diez de la mañana en otra población vecina. Lo mismo que conté a unos amigos de Israel y estos reconocieron como: "lo que todos hemos hecho de jóvenes", a mi cuñada le encogió el corazón. Así que, lo pensó para si misma y concluyó: "Tengo unos ahorros, ¿porqué no iba a poder hacerle un regalo a mi sobrino?". De este modo se lo planteó a su marido: "Si desde que pasó la infancia no les hemos obsequiamos, qué mejor ahora, cuando es de auxilio para mi sobrino querido". Tratándose de ellos no podía ser cualquier trasto y lo que comenzó en la búsqueda por parte de mi hermano entre sus contactos de un coche básico básico de segunda mano que lo ayudara a llegar al trabajo, "nada de alardear o poder irse a viajar con él", terminó siendo un Volkswagen Polo con meses salido de fábrica, seguro a todo riesgo por un año y garantía de tres. ¡Chapó!. Y vaya si lo usa; Simón lleva en dos meses más de cinco mil kilómetros.
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