Anita Ekberg |
Al igual que los ejecutivos, los miembros más dinámicos de la secta estábamos siempre de reunión en reunión o buscando nuevos contactos. En Lyon no iba a ser de otra manera. Nos reuníamos entre nosotras, con la gente nueva o con los más avanzados; para planificar, para informar o para instruir. Contactos, contactos, y más contactos, tratando de que se acercaran hasta el local y que luego alguno de ellos se sumara a nuestras actividades, y que de esos, unos pocos quedaran finalmente integrados en nuestra organización.
Casi me entra dolor de cabeza al tratar de rememorar todo aquello. Esas, las cosas que parecían tan importantes, las que daban sentido a todo lo demás y por las que estábamos allí, se van diluyendo en mi memoria y necesito esforzarme para traerlas al presente, sin embargo las otras, las más banales, las que solo parecían entonces relajo y diversión, me surgen ahora vivas y llenas de encanto.
Voy a ver si doy algunas pinceladas.
Muchachos
Por supuesto que me acuerdo de los ligues que cada una tuvo. Estábamos las tres en la etapa de coleccionar conquistas y de andar contando con los dedos de las manos con cuantos nos habíamos acostado.
Nunca se creó una maraña entre los asuntos del movimiento y nuestras cuestiones particulares porque teníamos el don de posar nuestros ojos sobre ejemplares masculinos que por una razón u otra nunca ponían sus pies en nuestro local, salvo para las fiestas. Hubo un colectivo que cobró mucha importancia para nosotras y en el que cada una encontró a su encantador particular, ese fue el de los chicos griegos estudiantes de ingeniería que sin duda estaban dotados de un gancho muy especial.
Participantes especiales
Además de asistir a las reuniones, fueron nuestros amigos; íbamos a sus casas, ellos venían a la nuestra y pasábamos mucho tiempo juntos. Su apoyo fue muy importante para nosotras desde el principio. Me acuerdo especialmente de Jean-Paul, espero que la vida lo haya tratado bien.
El apartamento
Era de una sola pieza, con cocina americana, grandes ventanales y moqueta hasta en el baño, en un edificio moderno y muy confortable. Teníamos en la misma finca dos pistas de tenis a las que de vez en cuando bajábamos a pelotear.
La comida
Catalina cocinaba una col al dente, en tiras finas, con zanahoria, cebolla y aliño agridulce, que quedaba riquísima acompañando al sabroso filete que nos permitíamos una vez a la semana.
Daniela incorporó la costumbre de comer tostadas de régimen untadas con margarina de girasol. Las comprábamos en grandes paquetes y las consumíamos de pie junto a la nevera, con deleite y algo de culpa.
A mediodía almorzábamos en el concurrido comedor de la universidad. Tratábamos de llegar de las primeras a la cola del autoservicio para no quedarnos sin mesa y en mi caso para no quedarme sin zanahoria rallada, porque estaba obsesionada con el bronceado y necesitaba a diario mi dosis de carótenos.
Cuando nuestro Charlie nos visitaba íbamos a algún bistró a saborear los dos platos más postres que solían servir de menú.
La cena la resolvíamos a menudo en la hamburguesería americana de la Rue République.
El café
El café
Aquí sí se mezclaba el placer con el trabajo. No nos sentábamos a degustar un café au lait si antes no habíamos visto la posibilidad de echarle el discurso a los de la mesa de al lado, salvo en el Café de la Madame.
No me acuerdo en realidad del nombre de dicho establecimiento, pero lo he bautizado así en honor a la señora que lo regentaba. ¡Que señora!, dios mio, impresionante. No era joven, igual tendría mi edad de ahora. Rubia, muy rubia y con el pelo recogido en un moño a lo Grace Kelly. De mediana estatura, rellenita, con sus buenas curvas y siempre vestida de negro. Ya se ahora a quién se parecía, a la Anita Ekberg de La Dolce Vita, quizás un punto menos exuberante. Su café no quedaba lejos de la universidad y era el punto de encuentro de los estudiantes después de la comida. Ella se paseaba entre las mesas acercando los cafés en su bandeja y no había un alma que no girara la cabeza viéndola pasar. Por supuesto que no era solo una cuestión de físico, esa mujer irradiaba algo poderoso que le confería a su local un ambiente increíble.
Ejercicio físico
Daniela se trajo de España un pañuelo de flecos que en alguna ocasión se enrollaba a la cadera para contonearse frente al espejo practicando la danza del vientre que había aprendido en un gimnasio de Barcelona. Catalina se mofaba de mi, al no poder captarle a la primera los movimientos de jazz que trataba de enseñarme y me juré a mi misma que algún día sabría mover mi cuerpo a ritmo de swing.
Algún domingo íbamos andando hasta el Parc de la Tête d'Or; Daniela se ponía entonces su chandal rosa chicle, Catalina el suyo azul turquesa y yo el mio amarillo canario; ni los Ángeles se hubiesen atrevido con tanto color.
Moda
Lo del bikini de Daniela fue una excepción, no teníamos la cabeza puesta en las compras, nuestro pequeño armario rebosaba de prendas y siempre contábamos con el recurso de intercambiarnos algún jersey.
Confidencias en la noche
Moda
Lo del bikini de Daniela fue una excepción, no teníamos la cabeza puesta en las compras, nuestro pequeño armario rebosaba de prendas y siempre contábamos con el recurso de intercambiarnos algún jersey.
Confidencias en la noche
Daniela guardaba como feliz recuerdo el día en que, a sus dieciséis años, fue elegida La Reina del Sorgo de su chileno pueblo natal, pero ella nos contaba que la que era guapa, guapa de verdad, era su madre y que en su pueblo se decía que habría que añadir un apéndice al noveno Mandamiento de la Ley de Dios: No desearás a la mujer de Peroni.
Catalina, que era una chica de la calle Muntaner y que estaba metida en Barcelona en el ambiente de la Salsa y la Rumba Catalana, nos contaba de sus bolos con la orquesta a la que acompañaba en calidad de vocalista. A veces le asomaba la tristeza por un hermano suyo, que murió en un accidente de moto.
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