Me he encontrado de repente con tres días de vacaciones. Ayer, hoy y mañana. Lo que tiene mi trabajo es que no puedo prever nunca el tiempo libre ni los horarios con más de tres días de antelación. Eso de momento no me pesa demasiado, pero me hace evidente que no puedo estar más abajo en la escala laboral. Después de las fiestas tendré que ponerme en campaña para que mejore un tanto mi situación.
No obstante, ya que tenía tres días por delante, empecé por esmaltarme las uñas de granate por primera vez en mucho tiempo y por guardar mi máscara de obrera en el armario.
Ya se que para mi marido la imagen de una pertinaz trabajadora soviética no tiene porque no ser atractiva, es más, si la trabajadora se esfuerza puede llegar a ser incluso muy erótica, pero para celebrar el nuevo año prefería presentarme ante su mirada con una imagen un tanto más sofisticada.
Él me había comentado de las bonitas tiendas de ropa interior que había visto por el centro, y hacia allí nos fuimos. Entré sola al paraíso de La Senza; a simple vista me hubiese quedado con casi todos los conjuntos, luego en el probador unos van y otros no van tanto, por suerte. Igual salí cargada de bolsas y con la codicia de no haberme llevado más.
Acabo de ver en Youtube una felicitación navideña de La Senza en forma de sensual video que recomiendo. Yo pensé que la marca era italiana, pero resultó ser una compañia canadiense con presencia en medio mundo, incluída España.
Me acuerdo que la primera tienda que vi de una cadena de corsetería fue en Copenhague hará casi treinta años atrás. Se me abrieron los ojos como platos al contemplar la cantidad de modelos de ropa interior que allí se ofrecía, su asequible precio y el espectáculo de diseño, tejido y color que colgaba de las perchas, o así me pareció a mí, viniendo de un lugar que si no era en unos grandes almacenes para comprarte un sujetador tenías que empujar la puerta de cristal de un pequeño comercio y enfrentarte a la dependienta que te preguntaba por lo que estabas buscando para irte sacando de a poco y de una en una las piezas de las cajas como si de un tesoro escondido se tratara. En una película bien ambientada esta podría llegar a ser una escena del todo sugerente, pero nunca encontré en ese entonces a la posible coprotagonista del film tras el mostrador.
No solo a mi me atraía la corsetería extranjera en ese entonces.
A pedido del Movimiento en el que participé pasé un año en Francia junto a otras dos chicas también militantes abriendo camino a las enseñanzas de Nilo; una de ellas se llamaba Daniela.
Me recuerdo ahora en Lyon, metida en un negocio del gremio, no demasiado grande por cierto, pero sí muy exclusivo, a donde había entrado con Daniela a fin de que ella se probara un bikini que había visto en el escaparate y del que se había quedado prendada. Lo malo fue que el bikini se amoldó a la perfección a su cuerpo y que era extremadamente caro. Estuvimos bastante rato en el vestuario mientras ella hacía sus cálculos matemáticos. Resolvió que sí, que iba a darse ese capricho y salimos las dos tan contentas del negocio con el bikini de leopardo en la bolsa.
En esa misma tienda ella se enamoró de otras muchas prendas, y se prometió, cual Scarlett O'Hara en Lo que el viento se llevo, que un día, no demasiado lejano, volvería a ese lugar para comprar con el fruto de su trabajo todos los corsés que se le antojaran. Cumplió, y cuando ya hacía un año que habíamos dejado la misión, regresó con su dinero, visitó a un amigo, muy amigo, que allí le había quedado y corrió a la corsetería a surtirse de lujosa ropa interior.
Pobre lo que le pasó, todavía debe de sentirse frustrada al recordarlo. Estaba en el andén de la estación despidiéndose de su amigo y a punto de tomar el tren de regreso a Barcelona cuando se dio cuenta de que la maleta, que había dejado por un momento en el suelo, y que contenía su preciada adquisición, ya no estaba a su lado. Adiós encajes, adiós puntillas, adiós sueño cumplido. A saber si el ladrón supo apreciar el valor de tan vaporoso botín.
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