La Spinning Jenny fue una máquina hiladora multibobina inventada a mitades del Siglo XVIII en Lancashire, Inglaterra, antiguo Condado de Lancaster a trescientos treinta kilómetros de Cambridge en dirección noroeste. Dicha innovación técnica revolucionó la industria textil al reducir a un solo trabajador fabril la tarea antes a cargo de varios artesanos especialistas. Se la considera junto a la máquina a vapor símbolo y arranque de la era industrial.
Así que podría decir que estoy instalada en el país que dio origen al mayor salto evolutivo de la humanidad desde los tiempos en que a algunos de nuestros antepasados se les diera por empezar a domesticar plantas y animales en lugar de salir a buscarlos por ahí. Podría decirlo, pero no lo digo, porque es posible que la ola de progreso en la que ahora mismo estamos sumido sea de tamaño descomunal y sin precedentes.
Aún con todos los méritos que no le saco y el cariño que le tengo a este país, desde una posición como la mía habría que estar muy atento en la actualidad para notar los ecos de esas épocas de esplendor británico. Se me hace difícil de creer al toparme con lonchas de jamón dulce cortadas de cualquier modo entre las finas habituales de un paquete industrial para sandwiches, o al constatar que el transporte público se aleja bastante de la perfección o al enterarme por la radio de que las carreteras se colapsan al menor incidente.
Tampoco siento que esté en un país mejor que el mío de origen en lo que se refiere a seguridad e higiene. Hay aquí mucha normativa al respecto y parecieran acatarla, sobre todo si está por caer una inspección.
Son estrictos en algunos aspectos y se libran al azar en otros.
Me llama la atención recibir un pedido de geles concentrados para limpieza con las tonalidades de color de cada producto cambiadas sin aviso alguno, y que nadie se inmute ante la pérdida de parámetros a la hora de diluir adecuadamente unas sustancias químicas.
Un día me olvidé las chanclas en casa y tuve que arreglármelas sin ellas en la piscina municipal. Eso aquí no supone un problema, todo el mundo va descalzo. Yo, que no soy en absoluto maniática, circulaba de puntillas y con reparos entre la agüita formada alrededor de las duchas en tanto que veía a criaturas de diminuto tamaño dirigirse hacia los wáteres en compañía de sus confiadas madres pisando con toda la planta desnuda ese suelo tan crítico. A lo mejor todo está a salvo gracias al cloro, llevaba años sin notar en mis piscinas españolas ese olor tan persistente.
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