Óleo de Antonio López |
Tengo apoyado el portátil sobre la gran mesa de la casa en la que llevo veraneando desde el día en que nací. No hay conexión a Internet. Es de noche. Por milagro estoy sola. Dentro de poco escucharé a los demás llegando de tomarse un refresco.
Cuando era niña esta casa estaba llena de Cristos, Vírgenes y Santos; tenía camas altísimas, cortinas de terciopelo, palanganas, escupideras y una capilla en la segunda planta. Si al anochecer me mandaban arriba a por alguna prenda, pasaba rápido por delante de esa salita oratorio porque a solas no le quería ver mover los ojos a ninguna estatua.
En realidad nunca vi que se moviese nada porque los objetos de esa casa a la altura de mi infancia ya andaban todos con las baterías casi agotadas.
Yo todavía alcancé a cazar escenas para el recuerdo de esa otra vida en la que esas cosas de verdad que sí habrían gozado de auténtica animación.
Con mi bisabuela a la cabeza vaya si formaban todos. Por nada de este mundo se podía saltar el rezo del rosario. Los recuerdo en la penumbra sentados respaldados contra los azulejos de esta misma sala. Entonces si que la vida iba en serio.
Sin mi bisabuela hasta el fraile capuchino que venía a postular parecía más bien un cómico de opereta. El hombre aparecía cada agosto. Con su panza se instalaba en su habitación, se agenciaba de la mecedora, dictaba para la cocina su especial menú de lujo y por tres noches lo teníamos roncando a cambio de una peladilla para cada crío.
En realidad nunca vi que se moviese nada porque los objetos de esa casa a la altura de mi infancia ya andaban todos con las baterías casi agotadas.
Yo todavía alcancé a cazar escenas para el recuerdo de esa otra vida en la que esas cosas de verdad que sí habrían gozado de auténtica animación.
Con mi bisabuela a la cabeza vaya si formaban todos. Por nada de este mundo se podía saltar el rezo del rosario. Los recuerdo en la penumbra sentados respaldados contra los azulejos de esta misma sala. Entonces si que la vida iba en serio.
Sin mi bisabuela hasta el fraile capuchino que venía a postular parecía más bien un cómico de opereta. El hombre aparecía cada agosto. Con su panza se instalaba en su habitación, se agenciaba de la mecedora, dictaba para la cocina su especial menú de lujo y por tres noches lo teníamos roncando a cambio de una peladilla para cada crío.
¿Algo sobrevivió de todo aquello?
Por supuesto que sí, ¡el desayuno del once de agosto para celebrar Santa Susanna!.Si la pobre mártir se levantara ahora podría sentarse casi en bikini a nuestra mesa festiva y contarnos de su último ligue en tanto que fuera mojando sus bollos en el mismo chocolate de siempre.
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