viernes, 5 de agosto de 2011

La piscina

Fire in the Evening - Paul Klee
Voy a la piscina. Esto me sucedió el otro día. Era domingo. Entro. Una recepcionista pasa el código de barras de mi tarjeta por el lector y me provee de la banda de papel que según que días, no siempre, hay que colocarse en la muñeca. ¡Oh! de color azul, no está mal, aunque contra el agua prefiero mi habitual naranja fosforito.
Llevo tres cuartos de hora nadando. Hay poca gente y dispongo como casi nunca de un carril para mi sola. El cuerpo me responde muy bien. Así da gusto. Voy a un crowl muy lanzado. Estoy llegando a un borde cuando escucho una voz que me detiene. Pareciera que me estuvieran llamando a mi y así es. Un socorrista me está conminando a salir del agua.
-¿Porqué? le pregunto.
-Porque lleva usted la banda de color azul y todos los que tienen ese color deben abandonar la piscina.
-Pero si no llevo ni una hora en la instalación.
- Nada, nada, tiene que irse.
  Ni me escucha.  No atiende a razones. 
-Pues yo de aquí no me muevo.
-Pues llamaremos a alguien.
-Pues llamen a quien quieran.
-El vigilante se pone a hablar por el walkie-talkie. Llega el gerente de la piscina.
-Media hora de discusión. En el agua ya estoy empezando a tener frío. 
- Aquí hay unas normas y la gente las obedece, me dice, nunca me había encontrado con una situación así.
-Yo tampoco y trato de seguir explicándome.
-Ni caso, tengo que largarme. Quiero maldecir y no sé cómo. Me siento impotente con el idioma. ¡Rubbish, rubbish, this is rubbish!, no se me ocurre otra cosa peor que decir mientras voy saliendo: ¡Basura, basura, esto es una basura!.

Colgado por todo el recinto hay un cartel con la foto de una  pareja feliz y sus tres hijos en el agua, evocando el maravilloso sábado o domingo del que se puede disfrutar chapoteando todos por el precio reducido que se anuncia.
Echo cuentas. El tiempo máximo de estancia en la instalación en las supuestas horas punta es de hora y cuarto. Casi todas las horas del fin de semana están consideradas como de máxima afluencia. Ahora me imagino a una familia llegando al recinto. Entre cambiarse y todo lo que de normal pueda suceder,  cuando lleguen al agua habrá pasado media hora. No habrán tenido tiempo de aplicarse en la cara las gafitas y las sonrisas que lucen los del anuncio que ya tendrán que marcharse. ¡Que raro!, ¿cómo es que no he visto todavía a una familia cabreada?.
Esta piscina es la mar de sorprendente.
Una semana antes me habían interrumpido a las bravas el ejercicio por no llevar puesto el brazalete que no me habían dado; me daban dos opciones: irme vestida a la recepción a por él o irme a la puta calle.
A continuación actualizo otra más:
Tras nadar recojo de mi taquilla champú y toalla y me voy a duchar, de regreso ya no puedo pasar al vestuario de mujeres, han acordonado la entrada. ¿Se puede saber dónde me cambio ahora?, no veo a nadie a quién preguntar. Por fin una chica de la limpieza que desaparece al instante me señala el vestuario de hombres. ¿Cómo me voy a vestir allí con la ropa que está allá?, le digo a la que ya se ha ido. Salto el cordón y me cambio donde me corresponde pero a la mitad recibo por los bajos de la puerta un potente chorro de agua que empapa la mitad de mis pertenencias.

¿Lo harán adrede? No, seguro que no, eso es lo peor.
A mi me da que aquí no hay nada personal.
Quizá sean los efluvios del cloro. Puede que ellos le hayan visto el negocio a esta hermosa nave de techo en onda y se las hayan ingeniado para atraer a flotar aquí a  sus congéneres los vapores de la desidia y la estupidez. Esto está comprobado, si estos se meten en un ambiente el personal tiene poco que hacer, en cuanto las normas los aspiran se embriagan de mala manera y no hay quién les devuelva la compostura.

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