lunes, 30 de enero de 2012

Ferretería

Esculturas de Antonio López
Mi marido cuando estamos de malas puede llegar a remontarse a la prehistoria de nuestra relación para hallar ahí la simiente de nuestro conflicto. Lo demuestra el hecho de acordarse como si se las hubiese clavado en la garganta de las tijeras que desaparecieron de la cocina treinta años atrás. Aunque nunca se supo que fue de ellas, para él quedó certificado que mi sempiterno despiste las había hecho ir a parar al cubo de la basura.
Aunque yo no tenga tan larga memoria, cuando me atizan también puedo avivar mis lejanas impresiones y acordarme que me pareció increíble en nuestra segunda cita que tras rebanarme, solita, la yema del pulgar abriendo una lata de choclos, saliéramos camino del ambulatorio, toalla en ristre ensangrentada, y a él no se le ocurriera mejor cosa que dejarme aparcada en el coche frente a la playa para irse a tomar el primer café de la mañana al bar Luna de la costanera.
Reconozco que con el tiempo nos fuimos afinando, porque ahora no tenemos ningún conflicto cuando vamos juntos al supermercado, pero al principio era terrible. Por ejemplo. Todavía cortamos el pan con el cuchillo de la discordia, que salió muy bueno, aunque perdiera al poco la virguería que lo hacía atrayente, pero ya teníamos uno y servidora pretendía frenar la compra, lo cual fue visto por mi futuro marido como un acto castrador peor que si hubiese aplicado el utensilio para lo que se puede llegar a imaginar.
Quizá nuestra avenencia haya aumentando en proporción inversa a nuestro poder de adquisición, ¡espero volver a pelearme!, aunque  antes de eso no nos fue tan mal el día que confeccionando unas estanterías de madera me traspasó con el taladro la punta del dedo medio. Solucionamos el asunto con unos chupitos de vodka y quedamos tan amigos.

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