Erase una vez a principios del siglo veinte en Catalunya unos padres que tuvieron cuatro hijos, tres mujeres y un varón. Cuando estos crecieron y los padres murieron, como era habitual en la época el vástago de género masculino heredó todo.
La madre de mi madre y la madre del primo de la historia eran dos de esas tres hermanas que quedaron sin nada. Para ser exactos, el hombre recibió montañas y montañas y a ellas un peñasco de roca pelada, inabordable incluso para el piolet de un escalador. Con lo cuál por esa vertiente podían olvidarse ellas y sus descendientes de sacar algún jugo.
El primo de mi madre estudió abogacía, pero como era muy inquieto al acabar la carrera se le ocurrió mejor idea para él que pasarse el resto de la vida encerrado en un despacho, y se fue con ella al abuelo, que obviamente todavía estaba vivo.
El hombre quería crear un camping y le solicitó en préstamo al padre de su madre una ladera de monte enfocada a mar donde llevar a cabo su proyecto. Le habrá tenido que explicar bien a su abuelo en que consistía eso, pues resultaba bastante inexistente ese tipo de negocio en España, al menos de las características que el suyo tendría.
El abuelo dijo sí y el primo de mi madre comenzó con pico y pala su camino, trazando sendero desde la carretera en la cumbre hasta las calas en la base, sudando tinta, como se dice, que inclusive lo encontraron una vez desmayado de tanto esfuerzo, siendo como era un robusto jugador de rugby, hasta llegar a dar forma al más paradisíaco y equipado lugar del país para ir con tienda o caravana.
El trato era por treinta años.
Ese tío segundo mio parecía un actor de Hollywood, que bien hubiera podido representar a dios o al diablo, su presencia se hacia notar y tenía capacidad de mutar el espacio, transformando un bosque en sala de recepciones o una playa en chill out, para los encuentros familiares que organizaba, acarreando hacia la naturaleza centros de flores, de frutas y toda la parafernalia para hacer del convite algo espectacular, sin olvidar los tronos de mimbre donde sentar a la monjas y a los mayores, y sin alterar la esencia del sitio. También por su mano conocimos la pizza, por hacer venir al camping un pizzero de Italia incluso antes de que en Barcelona se abrieran las primeras trattorías. Y por el fuimos en barco siempre que quisimos, uno grande, con mástil y marinero, que hasta para salir a pescar atunes servía, cuando los había.
Mucho antes del final estaría él trabajando para asegurarse el día después, pero lo más gordo que hizo fue irse al sur de la península y en el lugar más desolado de la costa andaluza comenzar de nuevo con la misma idea del principio, en ese caso abonándose a plantar árboles y más árboles en un erial.
Mientras tanto en el camping de arriba empleaba y entrenaba a los descendientes de su tío el heredero para dejarles las riendas del negocio en cuanto tocaran las campanadas.
Por la capacidad que tenía y lo mucho que se había empleado, el rédito económico logrado no era tan fantástico como hubiera sido de esperar, eso se lo había escuchado decir con ligero lamento a algún pariente que lo apreciaba y desde luego juzgando bajo baremo elevado.
Hasta que le llegó el premio gordo.
Resulta que en épocas del boom de la construcción, el pueblo más cercano al camping del sur creció y creció, lo mismo que los árboles que había plantado, sucediendo que los límites de las casas llegaron casi hasta sus puertas. Con lo cual esa frondosidad tan próxima pasó a ser codiciable, reconvertida en urbanizable y vendida al mejor postor.
Entonces se pudo dar el gusto de comprarse la mansión, de ayudar a sus hijos, de dejar que ellos continuaran, de sentarse en el bar con los amigos a desayunarse algo pantagruélico y hasta de tener tiempo de mandarle a mi marido escrita a mano una extensa carta de congratulación por el prestigioso premio literario que le acababan de conceder.
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