domingo, 26 de mayo de 2013

Retroalimentación

Dibujo de Susanna Morell
Recuerdo una pollera del mercado que por una operación quirúrgica se tuvo que retirar unos meses de atender a los clientes. Ella era la hija del matrimonio que inicialmente había montado la parada, y podía bien quedarse tranquila recuperándose en su casa, pues era soltera, hija única, sus padres seguían en activo y dinerillos los tendría ahorrados la familia. Sin embargo la mujer al regresar, y puesta de nuevo a la faena, suspiraba aliviada contando lo terrible de estar alejada por tan largo período de su actividad.
Yo me quedé pensando, porque justamente la imagen de ella recostada con permanencia a cuartear aves sobre la tijera fija, era la primera que me venía en esa época como idea de trabajo forzado diferente del del gulag.
Mi marido y yo eramos asiduos clientes de ese puesto. Ellos nos proveían de los cuellos que luego cocinábamos para dárselos a nuestros perros, mezclado con arroz y zanahoria que también hervíamos. Ollas y ollas enormes. Picos a descartar. Cuellos a pedacitos. Ojos reventados que te saltaban a la cara. Cráneos que se resistían al tijeretazo. Duró la tarea lo que la vida de los animales, y juré que nunca más.
Por esa época teníamos también dos niños y dos gatos, y recuerdo las idas y venidas al veterinario como un gran bollo entre correas y extremidades, que no sabía con que mano agarrar a cada bicho más movido; y encima cuando alguien me preguntaba si trabajaba, tenía que responder que no.
En cuanto a la chica de la pollería debí calcular que ella tenía allí su ambiente, el café de buena mañana, la charla con los demás paradistas, el trato con los cliente, las historias de todos ellos y sobre todo que ese era su escenario de representación, el mundo donde ella se reconocía y recibía del mundo su respuesta.

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