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Clarendon Street - S.M. |
Acabo de regresar de Barcelona.
Para ir de Cambridge a Stansted Airport y viceversa lo mejor es tomarse el tren. El billete de ida y vuelta, con el retorno abierto, cuesta 12.80 libras, casi lo mismo que el de ida solo. El trayecto dura media hora. Los andenes de la estación quedan dos plantas por debajo del nivel de salida a la calle del aeropuerto.
Llegué de noche a mi casa de la costa catalana. Todo estaba en orden allí. Me refiero a que no había acontecido ninguna catástrofe doméstica, o robo alguno. El jardín lucía bonito a la luz que dispensan los tres plafones del alero de la entrada. Adentro hacía frío y olía a humedad. Prendí una estufa de gas butano en el salón y puse a funcionar un radiador de aceite en mi dormitorio. No conseguí conectar el pequeño ordenador que llevaba conmigo al Wifi de la casa.
Miré todo a mi alrededor; me resultaba extraño. Tantos años dedicados a que el lugar no se viniera abajo y en nada se notaba mi aplicación.
Alguna tarea tendría que haber acometido a fin de que las telarañas no se vayan apoderando de la casa, pero como no sabía por dónde comenzar dejé las cosas como estaban y me acosté temprano.
A la mañana siguiente hice los trámites que tenía que hacer y a la tarde me fui hacia el pueblo de mi infancia, a pasar tres días con mi madre y toda la gran familia. De camino hacia allí, en la autopista, notaba cierta extrañeza corporal cada vez que tenía que maniobrar hacia la izquierda para adelantar a otro vehículo.
El domingo organizaron una calçotada para celebrar el cumpleaños de uno de mis hermanos y mi visita. Nada menos que trescientos calçots asaron para la ocasión, cebollas tiernas a la brasa, que cada uno va pelando y sumergiendo en una rica salsa colorada antes de llevárselos a la boca; también costillas de cordero, salchichas y morcillas. Como no podía dejar de ser mi mamá se lució con su excelente repostería.
El sábado también nos juntamos unos cuantos a comer en un restaurant invitados por la tia Elvira.
Esa misma mañana había ido caminando con mi tia Maria hasta el cementerio. Allí estuvimos; colocando ramas de olivo junto a las lápidas de nuestros muertos.
Mi hijo Lucas estaba abriendo el portón de casa cuando yo aparecí con el coche de regreso del pueblo. Acababa de llegar de Cambridge.
La sorpresa me la había dado unos días antes cuando me comunicó por Skipe que se iba a vivir a Madrid. Ya tenía incluso los billetes comprados. Haría escala en Barcelona para pasar la semana de Carnaval en nuestro pueblo.
No le gustó nada a mi hijo la cara que puse al enterarme de la noticia, pero que le vamos a hacer, soy de reacciones lentas y preciso de unas horas para adaptarme a las nuevas situaciones.
A la mañana siguiente lo llamé para desearle la mejor suerte. Ya me gusta que sea un chico decidido y que si le ha surgido una buena oportunidad la aproveche. No se va a quedar toda la vida sirviendo cafés.Su reciente ascenso a jefe de turno en el Caffè Nero no le ha frenado ante la posibilidad de iniciarse en Madrid en un terreno laboral por completo diferente. Espero que la idea, que no ha abandonado, de ir rotando por diferentes países, le sirva de acicate para continuar con el inglés.
He pasado unas horas buenas con él. Luego me ha acompañado hasta el aeropuerto del Prat y me ha dejado en las puertas de la terminal C. Poco antes de bajarme del coche me ha dado un golpe de nostalgia anticipada. Lo veía tan guapo, ahí, a mi lado, atento al volante.
Lo cierto es que en Cambridge cada uno hacía su vida. Nos comunicábamos por Skipe y nos bastaba con sabernos bien. Igual que va a ser ahora, podría pensarse, pero no. Ahora ya no habrá quién me convide a un capuchino en el Caffè Nero, el día que me apetezca tomarme uno allí.