viernes, 19 de noviembre de 2010

Ratas en el hostel


S.M.
Bolsas gigantes de plástico negro llenas hasta rebosar de ropa, zapatos y objetos personales; si no las hubiese visto con mis propios ojos en los gimnasios, en las piscinas y ahora en el hostel no me creería lo despegada que es la gente con respecto a sus pertenencias. Se dejan olvidado algo y ya está, lo dan por perdido o ni siquiera reparan en su falta. Pocos son los que regresan para recuperarlo.
Se entiende que a un hostel no vuelvan, no van a desandar un viaje por un jersey o una bufanda.
Son varias las bolsas al mes que llenamos con las prendas encontradas en las habitaciones ya vacías, sin embargo a ninguno de nosotros se le ocurre quedarse con algo de eso, pero los champús y cosméticos olvidados en las duchas son muy codiciados, noto que se ha establecido entre nosotros una competencia velada para hacerse con el mejor tarro. Lo normal es que los dejemos dos días en reserva por si alguien pregunta por ellos, pero la veda se abre pasado ese tiempo y el único frasco que resiste en los estantes del cuartito de la limpieza es un champú de henna que promete tintar el pelo de castaño, los demás desaparecen sin remisión.
Como todos, tengo jabón para mucho tiempo. Ahora mismo estoy usando un acondicionador de fabulosa marca, que no se que voy a hacer cuando se me acabe; mi pelo notará la diferencia.
Diarios, revistas y libros de tapa blanda también los recogemos a menudo del suelo y los echamos a la basura, salvo algunas excepciones. Ahora por ejemplo tengo sobre mi escritorio un número especial de la revista Q Magazine que conmemora el que hubiese sido el setenta aniversario de John Lennon.
Un día me llevé a casa un libro de instrucción física para soldados americanos y resultó que el propietario no se había ido del hostel, sino que se había mudado a otra  habitación y lo reclamó. Imaginé que un hombre fornido y cabreando; corrí a devolverle el libro al día siguiente.
Gané en aprecio entre el personal al saberse de mi sustracción. ¡Un libro para soldados en la mochila de la mejor limpiadora del hostel!. Ha venido la policía a preguntar por ti, me decían en guasa, te vendremos a visitar cuando estés en la cárcel.
De repente una mañana Nick, el jefe,  no vino a trabajar. A las doce del mediodía pasé por la recepción y me encontré a unos cuantos de mis compañeros saltando y abrazándose los unos a los otros tal cual como si su equipo de fútbol favorito hubiese ganado un partido importante.
Entra, entra, mira, me dijeron.
Leí en el ordenador una nota que Nick acababa de mandar en la que en dos lineas comunicaba a los trabajadores su renuncia a la gerencia del hostel por motivos personales y un inminente regreso a Londres.
Me sumé al jolgorio.
No se fue, lo echaron. Resulta que ese hombre es un ladrón, un ladrón de poca monta encima. Lo pillaron robando y la mandaron a la cruda calle. Quince días atrás andaba él atribulado y azuzándonos para que el hostel brillase al paso de los inspectores que iban a venir. Me pareció muy raro verlo pintar con sus propias manos una pared del comedor. Ahora lo entiendo. La gente no cambia tan facilmente. 
Cuando me dijeron que lo habían echado por robar comida de la cocina,  imagíné que estaría metido en alguna mafia y que estaría sacando en camiones el género de los almacenes de abasto de la HNA. Pero no, es literal que se llevaba la comida de la cocina; parece que el hombre se casó hace tres meses y que coincidiendo con las fechas de la boda desapareció una cantidad mucho mayor de la que venía siendo habitual. Los de la cocina tenían sus sospechas, pero no se atrevían a decir nada. Fue miserable hasta el final tratando de echarles la culpa a ellos.
James ya anda pensando en un posible poema rimado en honor a su ex jefe.

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