Cuando todavía no teníamos hijos mi marido trajo a casa desde un pueblo de la montaña, a donde fue a buscarlos, una pareja de gossos d'atura, perros pastores catalanes, macho y hembra, de color canela, preciosos y recién destetados. Ya desde cachorito él despuntó por su inteligencia y por su agresividad hacia sus congéneres. Ella era mucho más tranquila. Con el tiempo nació Lucas, y luego Simón. Los padres, los niños, los perros y los gatos, que también teníamos, formábamos juntos una gran y caótica familia. Hasta que el macho en el espacio de quince días agredió por dos veces en la cara a nuestro hijo mayor, de dos años en ese momento. Él era nuestro perro y tuvimos que sacrificarlo.
Lucas estuvo una semana ingresado en el hospital.
Qué le habrás hecho tu al perrito, le decía el doctor a mi hijo mientras lo estaba curando.
Era un médico encantador, pero sus creencias no le dejaban admitir que un perro pudiese atacar a un niño sin que previamente este le hubiese molestado.
Nunca perdíamos de vista a nuestros hijos y la agresión fue repentina y en presencia de mi marido. No hubo una causa y un efecto, fue pura manifestación de la naturaleza del animal: juguetón y cariñoso con los humanos adultos; peleón y agresivo con cualquier otro bicho que se le pusiera a su altura; mi hijo había crecido y ya tenía la medida apropiada. No fue más que eso.
La perra siguió lánguida y tranquila toda su vida. Las heridas de mi hijo cicatrizaron bien y casi no se le notaron luego.
Hay manifestaciones en la vida que resultan decisivas, para bien o para mal, y que no tienen vuelta atrás.
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