miércoles, 3 de noviembre de 2010

Mejor me voy a la cama


S.M.
¿Tan difícil resulta poner una lavadora? Ayer consumí una hora de mi tiempo libre explicándole a mi marido vía Skipe como realizar la colada, y eso que antes de irme lo instruí en la cuestión al menos en dos ocasiones. Colocó  la web-cam frente a los mandos de la máquina para que yo pudiera verlos y lo fuera guiando paso a paso. Le resultaba complicadísimo y se alteró igual que si le estuvieran pinchando los nervios con una aguja, palabras suyas.
Cuando ya llevaba seis semanas fuera de mi casa les pregunté, a mi marido y a mi hijo, como se arreglaban con la ropa.
Muy bien, me contestaron. Simón había lavado algunas prendas, pero las sábanas en las camas seguían siendo las mismas que yo dejé puestas.
He entrado en un  estado de semi abandono que hasta me resulta agradable, dijo mi marido.
Vaya, yo creí que mi marcha os estimularía a solucionar los asuntos domésticos, le dije. Me inquieta pensar que los estáis relegando para mejor ocasión, puede que hasta mi regreso.
Mi marido se enfadó mucho por mi comentario.
Al final sábanas y toallas terminaron en la lavandería. Así da gusto, las llevas y al día siguiente te las entregan dobladitas y recién planchadas.
A mi marido no le gustó que torciera el gesto por el derroche, pero ahora, con las arcas ya vacías, ha sido él quién me ha pedido intrucciones de lavado.
También puse mala cara al contemplar a través de la cámara su lucha con la lavadora, o eso le pareció a mi marido.
Vaya sesión de Skipe más desestabilizadora. Había empezado a escribir y ya no pude continuar. El resfriado que me abatía tres días atrás regresó de nuevo.

Mi marido y yo no nos tomamos demasiado en serio nuestras discusiones domésticas; sin ellas no seríamos una auténtica pareja. En realidad no fue él quién más me perturbó ayer. Minutos antes de su llamada había estado hablando con mi hermana Agnès.
Otro tío mio, esta vez un hermano de mi padre, está a punto de morir.
Gozaba de buena salud, pero lo encontré bastante desmejorado la última vez que lo vi, cuando viniendo de la calle entró a sentarse un rato al jardín de la casa de mi madre. Me llamó la atención esa visita no acostumbrada. 
Dijo mi madre que últimamente venía y se quedaba mirando con detenimiento las estancias inhabitadas de los bajos de la vivienda y el patio. Ese cambio de actitudes no me auguró nada bueno. Esa era la casa de su infancia y de su juventud y él me confirmó que venía a reencontrarse con sus recuerdos. Comentó que en su recorrido pasaba la mano por las argollas que penden de las paredes de los antiguos establos. Pensé que con el gesto evocaría antiguas vivencias que allí le habian quedado, amarradas a los aros igual que los caballos que dejaron de comerciar casi cincuenta años atrás.

Mi hermana cree que debo ir para allá en el caso de que fallezca.
Me insistió en que pidiese un fin de semana si no puedo llegar para el velorio. 
No tengo fines de semana, ni días libres, ni dinero, ni energía suficiente para viajar.
Mi hermana no entendería que yo no fuera porque no se hace cargo de mi situación. Ella ve a través de mis ojos la película que yo le he querido mostrar sobre mi emocionante aventura y no se da cuenta, como yo tampoco la mayor parte del tiempo, de que en este país no soy más que una emigrante iletrada y que la búsqueda de mi oportunidad requiere esfuerzo, dedicación y ninguna ñoñería.
Si llega el caso, ya escribiré yo a mi tía María.
Cerré el ordenador y me acosté. Es lo mejor que podía haber hecho. Tras dormir nueve horas me he levantado hoy con las energías renovadas.

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