Marcel Proust por J. Émile |
Algo tiene el jardín trasero de nuestra casa en Ramsden Square que me transporta hasta el terrado de piedra en el campo donde nos sentaban a los niños a comer en una mesa redonda instalada junto al pozo en que si tirabas una piedra no llegaba el sonido de su impacto contra el agua hasta pasado mucho tiempo.
Lo mismo me sucede cuando atravieso los parques en bicicleta. No puedo despegarme de la sensación de estar avanzando por los campos de la masía en la que pasábamos temporadas de pequeños.
Ni mi madre ni mis hermanas corroboraron estas impresiones cuando estuvieron aquí.
-¿Esto con aquello? Nada que ver.
A lo mejor es porque no llegué con ellas hasta las extensiones de hierba del parque de Midsummer Common. O puede que todo se reduzca a una cuestión de bicicleta.
Lo que a mi me parecía extraño es que mis hermanas tuvieran casi borrada a esta ciudad de sus cabezas siendo que en sus adolescencias habían pasado en ella un mes cada una. Ambas conservaban sin embargo la imagen lejana de cruzar por un cementerio para ir a clase. Menos mal. Así pudimos reconstruir que habían estado alojadas en el barrio de Chesterton.
Daba cosa asomarse al pozo. Pobre del cubo que partía por nosotros hacia esas profundidades.
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