La segunda vez que se escapó pensé que, de encontrarlo, quedaría escarmentado, porque al rato de ausentarse se largó una tormenta colosal, con rayos, truenos y unas descargas de agua impresionantes que se fueron repitiendo a intervalos durante todo el día sin noticias del chucho.
Mi hijo estaba trabajando, así que no le dijimos nada. A la policía tampoco, hasta la tarde, porque preferí buscarlo por nuestra cuenta antes que dar aviso por lo mismo que había pasado cuatro días atrás.
Sucedió que lo recogió bajo el chaparrón una mujer, la cual le abrió la puerta de su coche, en el que entró raudo a acomodarse de copiloto, tras encontrarlo zigzagueando en mitad de la carretera comarcal, sorteado al paso por otros vehículos.
Resultó que su salvadora era una amante de los animales que se lo llevó al trabajo y allí lo mantuvo siendo la atracción a su alrededor, que hasta le fueron a comprar un hueso de cuero de vaca para que se entretuviera. Al finalizar su jornada, como ya había avisado la mujer, lo llevó a comisaría, dónde mi hijo lo recogió.
Intuimos que había disfrutado de la salida, pero lo supimos del cierto cuando lo volvió a intentar. Quedó claro que era imposible tenerlo suelto en el jardín, ni siquiera por unos segundos sin controlar, hasta que Simón acabase de solucionar lo de la valla.
Se estaban evaporando las anteriores condiciones cuando aparecimos nosotros.
Mi marido y yo dimos por finalizada nuestra etapa de animales hace ya mucho, para quedarnos libres de viajar o de cambiar de país si se daba el caso.
Antes de ir a Inglaterra, yo le decía a mi marido que si era por las salidas que habíamos hecho casi nos hubiera dado tiempo a criar a otro perro, o a tener uno de esos pequeños, que llegada la oportunidad te metes en un bolso y queda tan mono; pero el cálculo no venía a propósito de la añoranza por tener algún otro bicho, sino como observación al tipo de vida que habíamos llevado desde la última perra que se nos fue.
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