sábado, 17 de noviembre de 2012

Viejo Oeste



Espero que la crisis no devuelva al pueblo de mi infancia a la posada y cuatro casas del principio, ahora que incluso he visto florecer allí los panes de semillas, de posible estilo centroeuropeo,  y es que hasta la llegada del riego y el ferrocarril el lugar pintaba como en las películas del lejano oeste americano, todo polvoriento y a carreta, aunque sin río que cruzar. 
Tan de flamante creación es mi pueblo natal, según baremo del viejo mundo, que considerándose mi familia de las antiguas del lugar, recién mi bisabuelo fue quién vino a establecerse a esa nueva tierra prometida con su negocio de trata caballar. 
Ya lo dejó escrito mi padre en su testamento: "Recordad hijos míos que todo lo que os he dejado proviene del esfuerzo de lo que iniciaron en estas tierras mis mayores", refiriéndose por supuesto a ese venerado abuelo suyo tipo cowboy, que acabó vigoroso a los noventa y tantos años atropellado por la rueda de un carro enganchado a una mula que no se dejaba dominar.
Potencia desde luego no le faltaría al bisabuelo para dejar tan hondamente implantada en su nieto la semilla de la leyenda que habría de crecer y multiplicarse en el imaginario de mi padre adulto.
Por otro lado mi madre recuerda su infancia absolutamente feliz y salvaje, trepando por los árboles, buceando en el mar y lanzándose en bicicleta picada por las pendientes de su pueblo de la costa, aunque también se acuerde de estar a resguardo, entre labores de bordado, cuentas, dictados  y lecciones de piano, como una flor educada en casa, hasta que se vino abajo la empresa familiar de corcho y al faltar el objeto que justificara la presencia permanente de mi abuelo en el lugar, mi abuela tomó la iniciativa de mudarse con su núcleo de familia a la ciudad a fin de que los hijos continuaran la formación en buenos y prestigiosos colegios. También ella le daba vueltas a la idea de abrir una tienda de ropa infantil por el barrio de la Bonanova donde vivían, atendida por una mujer de su confianza que ya tenía avistada; pero fuera de sus planes esa madre de mi madre fue a morir en el parto de su quinto hijo al año de llegar a Barcelona.
Proveniendo de regiones separadas entre sí y bastante mal comunicadas en ese tiempo, mis padres deberían darle las gracias o echarle la culpa de que se encontraran a un tío lejano de la rama de ella que osó irse mucho más lejos, a Cuba, en los tempranos años del siglo diecinueve, a probar fortuna y la consiguió, haciéndose comprar unas buenas haciendas en su Catalunya natal, sin importarle desde la otra orilla en que parte de su abarcable territorio patrio estuvieran situadas.
Así que tanto antes como después de trasladar su residencia invernal a Barcelona, indefectiblemente en el mes de Septiembre la familia de mi madre tomaba rumbo desde el pueblo de la costa  hacia sus tierras del interior, tan lejanas y primordiales, visto desde este lado, que hasta vacunarles les hacía el doctor antes de emprender camino. Eran los señores que llegaban a sus fincas, las heredades del pariente americano que murió sin haber dejado descendencia. 
Mi madre y sus hermanas eran apodadas "las negritas" por llegar a esos predios bronceadas como pastor de alta montaña después de todo un verano pasado en la playa, cuando allá las niñas de posibles se figuraban níveas, preservadas al fresco y a la sombra de las inclemencias solariegas que solo debían afectar al campesinado. 
El caso es que blancas o morenas cada año eran invitadas por una familia amiga a la fiesta mayor de su pueblo cercano, en donde a edades ya de festejar coincidieron en la casa de esa gente con unos primos de ellos, es decir, mi padre y sus hermanos.

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