Kalács húngaros |
Descubrí días después dos rodajas envueltas y olvidadas en un rincón. Qué lástima; serían las "de la vergüenza", que así se nombra en España, al porción o unidad de algo comestible apetecido por todos pero que nadie se atreve a tomar el último; estaban algo menos esponjosas pero para nada despreciables. Gallo o gallina, me dije, cogí un trozo sin mirar y me lo metí en la boca a ver si ganaba.
Al parecer las semillas de amapola son utilizadas como ingrediente en variadas recetas del mundo mundial. Yo no lo sabía, pero es posible que incluso en zonas del sur de Europa tengan aplicación. Ahora que lo pienso, puede que lo sean esos granitos negros adheridos a la superficie de alguno de esos panes que compró aquí en la costa, en panaderías catalanas de amplio surtido.
De niña me preocupaba la cuestión de que en mi lugar de residencia fueran imposibles de encontrar algunos de los ingredientes que leía en las recetas de libros y revistas; eso me daba cuenta de que estaba viviendo en un punto del planeta un tanto alejado del centro cosmopolita, aunque los de mi familia circulaban bastante, y si se requería algo, pues se iban a otro lado a buscarlo y ya estaba; como las reproducciones en postal de pinturas célebres que mi madre me traía cada semana de Barcelona; algo nunca visto en mi pueblo; el solo hecho de tocarlas, atesorarlas y saber que mi proveedora era de ciudad y conocedora de las artes y tiendas me hacía sentir privilegiada. Eso y otras muchas cosas.
Pero el pueblo corrió rápido a ponerse al día. De hecho ya estaría en buena marcha cuando yo nací. En ese momento el grueso de la gente ni imaginaba la posibilidad a darse un chapuzón al agua bajo el sol del verano sin moverse de la plaza y pocos sabían nadar. Para entonces yo me zambullía en una de las dos piscinas particulares del pueblo, hasta que a mis siete años surgieron las gloriosas municipales, a las que siguieron los clubes deportivos, las escuelas de danza, de música, las discotecas, las bibliotecas. Los colegios, institutos y academias se multiplicaron, y para atender las necesidades específicas se crearon residencias de ancianos, de discapacitados físicos, de minusválidos psíquicos y unos reconocidos y económicamente rentables talleres de trabajo que les proporcionan ocupación.
Los habitantes comenzaron a moverse; las familias a irse de vacaciones, a la playa, a la montaña; los jubilados a salir de marcha, al club social, al baile, de excursión, a darse amores entre ellos que ni los hijos podían parar; los matrimonios que andaban a mal a separarse; los jóvenes a irse a vivir por su cuenta, con sus novios o novias, sin que a los padres les diera un ataque, o solos, algo más costoso de ver dentro de la misma población, por el apego de los jóvenes al cariño hogareño y al eficiente y gratuito servicio de habitación hotelera, lavandería y restaurant que normalmente presta el nido familiar, o quizá porque por un arrastre cultural no esté todavía montada en el país la infraestructura que facilite la independencia de los hijos una vez superada la adolescencia.
Los nuevos emigrantes empezaron a llegar, de mucho más lejos y diferente lugar; para entonces la oleada proveniente en los años cincuenta y sesenta de las regiones del sur del propio país estaba más que arraigada, catalanes ellos y sus hijos, como lo son y serán, espero que lo sientan también de ánimo, los hijos nacidos de los más recientes migrados a mi pueblo natal.
Los ligues y adulterios proliferaron, así me han contado, en un pueblo que se precia de no ser chismoso, aunque siempre cabrá la duda de que estén en lo cierto, porque ya se sabe que esos asuntos escapan por naturaleza de ser contabilizado. Aunque es imaginable que así sea, con todos lanzados a la calle y más adelante con las enseñanzas aprendidas de las liberadas series realistas de la televisión catalana y reality s hows entrados en las casas a través de las ondas nacionales. La llegada de Internet habrá acelerado el proceso en ese aspecto en mi pueblo, igual que en todos los demás en todos los pueblos conectados del mundo. Ni en veinte años recorriéndose los bailes de la comarca hubiese conseguido antes alguien con interés tener enfrente lo que cualquiera ahora puede obtener en un click, a elegir además si de la zona o de más allá. Presentándose unos a otros, guapos y guapas, raudos y perfectamente ataviados, gracias al low cost y las buenas comunicaciones.
Y así es como con tanto avance y tanto va y ven de personas acabaron llenos de más productos los estantes de los supermercados de mi pueblo.
Hasta ahora, con la gran crisis, que está por ver a dónde nos va a llevar todo esto.
De niña me preocupaba la cuestión de que en mi lugar de residencia fueran imposibles de encontrar algunos de los ingredientes que leía en las recetas de libros y revistas; eso me daba cuenta de que estaba viviendo en un punto del planeta un tanto alejado del centro cosmopolita, aunque los de mi familia circulaban bastante, y si se requería algo, pues se iban a otro lado a buscarlo y ya estaba; como las reproducciones en postal de pinturas célebres que mi madre me traía cada semana de Barcelona; algo nunca visto en mi pueblo; el solo hecho de tocarlas, atesorarlas y saber que mi proveedora era de ciudad y conocedora de las artes y tiendas me hacía sentir privilegiada. Eso y otras muchas cosas.
Pero el pueblo corrió rápido a ponerse al día. De hecho ya estaría en buena marcha cuando yo nací. En ese momento el grueso de la gente ni imaginaba la posibilidad a darse un chapuzón al agua bajo el sol del verano sin moverse de la plaza y pocos sabían nadar. Para entonces yo me zambullía en una de las dos piscinas particulares del pueblo, hasta que a mis siete años surgieron las gloriosas municipales, a las que siguieron los clubes deportivos, las escuelas de danza, de música, las discotecas, las bibliotecas. Los colegios, institutos y academias se multiplicaron, y para atender las necesidades específicas se crearon residencias de ancianos, de discapacitados físicos, de minusválidos psíquicos y unos reconocidos y económicamente rentables talleres de trabajo que les proporcionan ocupación.
Los habitantes comenzaron a moverse; las familias a irse de vacaciones, a la playa, a la montaña; los jubilados a salir de marcha, al club social, al baile, de excursión, a darse amores entre ellos que ni los hijos podían parar; los matrimonios que andaban a mal a separarse; los jóvenes a irse a vivir por su cuenta, con sus novios o novias, sin que a los padres les diera un ataque, o solos, algo más costoso de ver dentro de la misma población, por el apego de los jóvenes al cariño hogareño y al eficiente y gratuito servicio de habitación hotelera, lavandería y restaurant que normalmente presta el nido familiar, o quizá porque por un arrastre cultural no esté todavía montada en el país la infraestructura que facilite la independencia de los hijos una vez superada la adolescencia.
Los nuevos emigrantes empezaron a llegar, de mucho más lejos y diferente lugar; para entonces la oleada proveniente en los años cincuenta y sesenta de las regiones del sur del propio país estaba más que arraigada, catalanes ellos y sus hijos, como lo son y serán, espero que lo sientan también de ánimo, los hijos nacidos de los más recientes migrados a mi pueblo natal.
Los ligues y adulterios proliferaron, así me han contado, en un pueblo que se precia de no ser chismoso, aunque siempre cabrá la duda de que estén en lo cierto, porque ya se sabe que esos asuntos escapan por naturaleza de ser contabilizado. Aunque es imaginable que así sea, con todos lanzados a la calle y más adelante con las enseñanzas aprendidas de las liberadas series realistas de la televisión catalana y reality s hows entrados en las casas a través de las ondas nacionales. La llegada de Internet habrá acelerado el proceso en ese aspecto en mi pueblo, igual que en todos los demás en todos los pueblos conectados del mundo. Ni en veinte años recorriéndose los bailes de la comarca hubiese conseguido antes alguien con interés tener enfrente lo que cualquiera ahora puede obtener en un click, a elegir además si de la zona o de más allá. Presentándose unos a otros, guapos y guapas, raudos y perfectamente ataviados, gracias al low cost y las buenas comunicaciones.
Y así es como con tanto avance y tanto va y ven de personas acabaron llenos de más productos los estantes de los supermercados de mi pueblo.
Hasta ahora, con la gran crisis, que está por ver a dónde nos va a llevar todo esto.
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