sábado, 27 de julio de 2013

Tiempo de azañas II

La Perla de York
No recuerdo que de niña nos contaran en el colegio demasiadas historias truculentas basadas en la persecución de los cristianos y los libros a propósito de la asignatura religión que tenía en casa eran adaptaciones modernas para niños, sin ánimo de asustarlos, con ilustraciones grandes, atractivas, en colores, narrando historias del Viejo o Nuevo Testamento, y la Pasión de Jesús, como ya la tenía tan acostumbrada, más que estremecedora me resultaba algo triste cuando llega el tiempo de rememorarla, por tener que pasar la mitad de las vacaciones de Semana Santa cada año con lo mismo, todo teñido de gris y morado, con un toque de rojo que para nada levantaba el general ánimo plomizo que se respiraba en la calle y en la tele*. Así que vivía tranquila.
Sin embargo, una amiga que llegó desde Barcelona a residir con su familia de padre ingeniero y que habría acudido a algún colegio de los de allá, tenía en su estantería un libro, bien anticuado de encuadernación, que me puse a hojear, y ella me dijo que se lo habían proporcionado sus anteriores monjas, y quedé prendada del horror.
Allí vi que unos hombres le dijeron a una niña que abordaron por la calle que si avanzaba el pie hacia la cruz que le habían puesto delante en el suelo, se libraría del mal que pudieran hacerle, pero si se resistía al pisotón, la iban a matar y descuartizar. Como la niña era un ejemplo de buena cristiana, se negó en redondo, así que le hicieron lo anunciado, troceándola y sepultando los pedazos en lugares diversos del municipio donde ella residía. La gracia era que en la sucesiva noche los vecinos descubrieron luces emergiendo de aquí y de allá, y fueron a mirar, rescatando de lo hondo de un pozo la cabeza, y así siguiendo, hasta reconstruir el cuerpo entero.
Fue la refulgencia que les dio señal de que la niña había muerto por amor a Jesús; y mi dilema era qué haría si me salían al paso unos infieles como esos, que más que una duda era una disyuntiva, porque tenía claro que haría, pero entonces dónde quedaría mi camino hacia el reconocimiento por algo meritorio y de tamaño abultado que hubiera hecho.
Casualmente he visto ahora que era práctica común en el siglo XVI la dispersión del cadáver, de los católicos perseguidos por la iglesia de Inglaterra, si los pillaban, claro, después de rebanarles los miembros, aunque a Santa Margarita Clitherow le aplicaron la modalidad de extenderla viva sobre una roca puntiaguda, adosándole al cuerpo una puerta y sobre esta cargando pedruscos y más pedruscos hasta que muriera por compresión. Total, por acoger en su casa a unos sacerdotes católicos, obtuvo ese justo juicio por la ley de York, la hija de un candelero que hacia sus dieciocho años se había convertido a la iglesia de Roma, de la que un poco antes, dentro del mismo siglo, se había desligado Enrique VIII, arrastrando por supuesto con él a todo su pueblo; y ahí terminó la vida de carne y hueso para la recordada Perla de York, por cierto, nacida de apellido Middleton, como la actual admirada Kate, Duquesa de Cambridge, la que precisamente esta semana ha alumbrado a un futuro probable monarca, si es que para entonces continúa la devoción o el sentimiento utilitario de los británicos hacia su realeza.
Y volviendo a las escenas bien propias de cine gore o de terror, bien sabido que los católicos a su vez usaron las más creativas y dolorosas técnicas de suplicio contra sus enemigos, y es que ese es el inconveniente que tienen las iglesias cuando están sin domesticar y en pleno ataque virulento de su fe expansionadora.
Gracias que con el tiempo algunas se han ido ablandando, al menos por mis lares culturales,  plegándose a los deseos y necesidades más humanas y espirituales de sus fieles como método para conservar o hacer crecer la parroquia.

* Franco gobernaba entonces en España y hacía respetar los ritmos de la iglesia oficial del régimen

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