jueves, 29 de julio de 2010

Mi abuela

Creo que dentro de un rato saldré a correr para tranquilizarme. Son las tres de la tarde y desde las nueve de la mañana prácticamente no he hecho otra cosa más que batallar con la parte técnica de este Blog, sin resultado alguno. Y hoy es mi día libre.

Escaparate en un barrio de Bedford
Ayer en el autobús me fijaba en la gente mayor, casi todos matrimonios. Los hombres con camisa, pantalón largo o corto  y cinturón, algunos con sandalias y calcetines, algunos con gorra de verano. Las mujeres con sus bolsitos agarrados por el asa y sus rebecas por si hace fresco. Desde mi asiento alcanzaba a ver a dos señoras que se estaban saludando. Ellas, con sus collares de perlitas y sus modales bien compuestos, me hicieron acordar de mi abuela y me retrotrajeron a mi infancia.
La madre de mi papá tenía dos ídolos: La Reina de Inglaterra y El Cordobés.
Cuando mi padre viajaba al extranjero por motivos de trabajo, solía desplazarse con un intérprete. Este era el pastor protestante de mi pueblo. El único allí que sabía hablar bien Inglés y que estaba dispuesto a acompañarlo en cualquier momento. Cuando los dos se iban mi abuela se ponía muy, muy nerviosa y lo pasaba fatal. No sé que poderes imaginaba que tenía ese señor.
Ella se consideraba una señora "bien". Miraba a la reciente emigración andaluza un poco por encima de su hombro.
Le encantaban los toros y los toreros. En esa época retransmitían muchas corridas por la tele.
Yo para chincharla le decía: "Yaya, El Cordobés es andaluz y la Reina de Inglaterra es protestante", y ella moviendo negativamente la cabeza me decía: "Calla, calla...." y desaparecía de mi vista.
Atesoraba las ¡Hola! donde salían sus personajes favoritos: La familia Real Británica; Grace Kelly y Raniero de Mónaco; Soraya, la princesa de los ojos tristes; Carmen Polo de Franco, su hija Carmencita y su nieta Mari Carmen. Y por supuesto El Cordobés.
También coleccionaba unas monedas de cien pesetas, grandes, de plata, que con el tiempo retiraron de la circulación porque era mayor el valor del metal que el valor que simbolizaban. Las guardaba en la caja fuerte de su dormitorio. Siempre que íbamos a Barcelona a visitar a mi abuelo materno, él nos obsequiaba, a mis hermanos y a mí, con una moneda de esas para cada uno. Y mi abuela siempre estaba muy atenta por si nos las dejábamos olvidadas en algún rincón de la casa.
Le encantaba que le sacaran fotos. A ella sola. Para la ocasión enderezaba la espalda, ya de natural bastante erguida, y levantaba su mentón. Era una mujer muy alta, y calzaba el número cuarenta y dos, en esa época muy inusual. Los zapatos se los hacían a medida en una tienda de Barcelona, Calzados Peral. Pasaba horas cavilando qué modelo elegir para su próximo par, casi siempre en bicolor.
Le gustaban mucho sus manos, que entrecruzaba o colocaba una encima de la otra de un modo estudiado a fin de que pudieras admirar su belleza. Las llevaba perfectamente arregladas y con las uñas pintadas con esmalte nacarado. Unas manos grandes que a mí se me antojaban las de Cruella de Vill o las de la madrastra de la Cenicienta.
Ella era mi madrina de bautizo. Por Pascua los padrinos en Catalunya suelen obsequiar a sus ahijados con "La Mona", que es un pastel de bizcocho adornado con frutas escarchadas. Y suele llevar encima un huevo o una figurita de chocolate y unos plumeritos de colores. Pues cuando llegó la fecha ella me dijo que quizás yo ya era un poco mayor para esas cosas y prometió a cambio comprarme unos shorts en cuanto llegará el verano. La idea de tener unos shorts, que era lo más moderno y osado en ese momento, me cautivó. Pero el verano llegó y mi abuela se olvidó de los pantalones.
Se pasaba el día haciendo ganchillo. Colchas y puntillas en hilo de algodón blanco o crudo. Te mandaba a la mercería a comprarlo, porque ella no salía nunca para estos menesteres. Solo cuando iba "de visita" a casa de algunas amistades.
Se ponía una mañanita al levantarse, un peinador al peinarse, una mantellina para ir a misa, y un chal de lana para abrigarse.
Le apetecían las fresas en invierno y las naranjas en verano. Y le encantaban las frutas exóticas, que en ese momento no se veían en mi pueblo más que en contadas ocasiones. Y te mandaba a andar todo el pueblo en busca del fruto inexistente.
Se echaba en la salita de estar en una tumbona que mandó comprar, acolchada, playera, con estampado de flores, fondo blanco y rosas rojas, imitando la cretona, pero que en realidad era de plástico y destrozaba la imagen de la sala, me parecía.
Cuando yo estaba con mis hermanos en el salón por la noche y ella ya hacia rato que se había acostado. De repente aparecía su figura cual espectro por el largo pasillo, ataviada con un camisón hasta los pies y un gorro con volantes alrededor de su rostro, también de algodón blanco que se ponía para proteger su peinado de peluquería, y nos mandaba callar. Váyase a saber que dirían los vecinos sino.
Cuando ella murió yo estaba en Copenhague con mi padre. Ya estaba mal, pero lo que desencadenó su fallecimiento fue una reacción alérgica a algún calmante. Y pasó todo muy rápido. Me llamó la atención que, de tránsito por París, mientras esperábamos nuestro vuelo a España, mi padre me preguntara si quería conocer el barrio de Pigalle. No me veía yo metida en el Moulin Rouge estando mi abuela muerta en España. No fuimos.Al llegar nosotros la caja estaba instalada en su dormitorio, en el lugar que antes ocupaba su alta cama. Una amiga mía vino a abrazarme envuelta en llanto; creo que lloraba por una abuela muy cariñosa que ella había tenido y que había fallecido un año antes. Mi tia Elvira estaba muy triste.
Yo siempre llevo las uñas pintadas, pero nunca me las pinto con esmalte nacarado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario