viernes, 29 de junio de 2012

Ian y James

Flowerball - Takashi Murakami
Ian y James tuvieron que venir a consolarme en la cocina el día que me enteré de la fantástica mujer que el hostel había decidido contratar, y por la cuál estaba yo allí, de buena mañana, sustituyéndola.
Todos tenemos un día bajo, me decía Ian, pero para mi no era eso.

Ian también estaba en el despachito cuando aprovechando nuestra recién recuperada armonía fui a decirle a Chris que la directora me había mandado llamar y se estaba planteando delante mío si hacerme cumplimentar un cursillo por Internet de introducción a la cocina, cuando al preguntarle qué pasaría con Betty, resolvió de golpe que continuáramos todos tal cual estábamos.
El cursillo era de un par de horas puesta al ordenador de casa, a contratar por la empresa por la nimia cantidad de treinta y cinco  pounds, que multiplicados por dos se le habrán hecho demasiados a la directora.
Por si él pudiera influir yo venía a decirle que por mi parte estaría encantada con que la pusieran a Betty, ella sería incluso válida para atender en recepción si hiciese falta.
Y ya que estaba me aboné en contarles acerca de la maravillosa habitación que le había alquilado al novio de la directora, mi posible vuelta a España y el futuro sin hambre que probablemente me esperaba allí debido a los libros que le iban a publicar a mi marido.

Me pareció que Ian como buen británico se dolía con el gesto por mi situación en su país, pero yo no veo que la suya como nacional sea mucho más maravillosa, a juzgar en términos de economía.
Una vez me dijo que de tanto en tanto iba a ayudar de albañil para completar ingresos, pero a sus cuarenta y pico de años y sin cargas familiares a la vista, vive en un cuarto de una casa compartida en mi misma calle, se transporta en bicicleta y viaja cuando puede a ver a su padre y hermanos, no demasiado a menudo porque sale caro, según me dijo, a dos horas de Cambridge en autocar. 
Un día tengo que pedirle que me explique bien, a ver si me aclara.
También me dijo que por una cerveza en el pub le alcanza para cuatro en el supermercado, así que se las debe de beber en casa, tumbado frente al televisor, viendo fútbol si lo dan, para aliviarse de esas jornadas partidas que impide a un ser humano normal hacer otra cosa más que eso.
Lo que no me explico es como un trabajador competente como él, llevando más de veinte años en lo mismo, está como está, en un país que se encuentra, se supone, en el top de los desarrollados.
"Ian, qué haría sin ti, tengo que visitarte cada día un rato, me alegras la jornada", le digo, a él y a James, cuando les aparezco por la mañana en busca de mi café.
De verdad que añoro trabajar con ellos, ahora que el hostel me mantiene casi siempre alejada de su territorio.

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