El día quince llegó mi hijo. Lo estuve esperando dentro de la estación de trenes de Cambridge durante dos horas y media con un frío y unas corrientes de aire que me dejaron congelada hasta el día de hoy. No hay en la zona una sola cafetería donde resguardarse y ni un solo asiento dentro del edificio. El único comercio es una tienda de Marks&Spencer de comida para llevar. Tenía la intención de entrar allí,, mirar y coger un poco de calorcito, pero claro, no era un quiosco de diarios y revistas, y el inhóspito frío de las cámaras me echó para atrás. Además llevaba encima dos paquetes de perchas y seis volúmenes de El Curso de Inglés Definitivo de Vaughan que a las dos horas me pesaban demasiado. Los había ido a buscar a la casa de mi otro hijo, que ni se los había mirado, con la intención de endosárselos al recién llegado. Aunque en el fondo sabía que tampoco les iba a prestar la más mínima atención, la esperanza de una madre nunca muere.
Mis hijos son hijos de la calle, ahí es dónde han adquirido ellos toda su sabiduría.
Lucas se mueve seguro por el mundo y me dice que él conoce un montón de chicos que tienen aula, pero que carecen de asfalto, y que eso les limita mucho a la hora de buscarse la vida.
Simón ya nació enseñado. Él siempre lo sabe todo. Hasta inglés, dice ahora que sabe, pero yo no sé dónde lo habrá adquirido. En el colegio no atendía nada, y mi amiga Alison, que le dio unas clases fantásticas en su casa durante dos años, me aconsejó al fin que no siguiera tirando mi dinero a la basura y que lo mandara a Inglaterra a aprender en directo en cuanto se me presentara la ocasión.
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