viernes, 10 de septiembre de 2010

Los prejuicios


Silvana Mangano
Ahora ya tengo un poco más de soltura y sé que si llego un ratito antes al trabajo y entro al comedor, que ya está vacío a esas horas, puedo prepararme tras la barra un café de máquina sin que nadie venga a decirme nada. Me lo estaba tomando cuando han aparecido Chris y Alex. Chris, el cocinero, sigue nombrándome en voz alta cada vez que me ve y dándome achuchones cada vez que puede. Esta mañana además pidió permiso para tomarme la mano, y cogiéndola entre las suyas se puso a darle besos. Si yo fuera un tanto más voluptuosa, y en lugar de camiseta y pantalón usase como uniforme falda, delantal y cofia, esto ya tomaría el aire de una comedia picante italiana. Desde luego Chris daría perfecto para el papel. Yo me dejo; si a él le hace ilusión, a mi no me molesta.  
Pero este hombre no es Ugo Tognazzi, ni  Alberto Sordi, es un inglés de Bristol de nombre Chris Wallace.
Les digo a él y a Alex , que presencia la escena, que yo tenía entendido que los ingleses no acostumbran a tocarse los unos a los otros como se supone que hacen los mediterráneos. Chris se ríe y dice que a lo mejor él no es inglés. Alex ríe y dice que aquí la gente se toca tanto como en cualquier lado; él lo sabrá, que es de Londres.
He llamado con los nudillos a una puerta de un dormitorio antes de meter la tarjeta en la ranura para abrirla. Aviso antes de entrar a hacer las camas por si queda alguien en la habitación. Me ha abierto la puerta un chico con la toalla enrollada a la cintura, tal cual el futbolista Carles Pujol cuando recibió las congratulaciones de su majestad, la reina Sofia. Entra, entra, no molesta, me ha dicho cuando ha visto que hacía el gesto de retirarme con las sábanas. Él a lo suyo y yo a lo mio; tres camas por armar en ese dormitorio de cuatro plazas.
Al rato le pregunto de que nacionalidad es. De la India, me dice. Es un chico guapo con una mirada muy franca. Después de la ducha ha dejado la habitación impregnada de una agradable fragancia. Le pregunto si ha venido para ir a la Universidad, que es de lo que estoy segura, y me dice que sí, que ha venido para una conferencia, pero que él está cursando sus estudios de bioquímica en Escocia.
Me pregunta de dónde soy, y al decirle que de España quiere saber de que parte, y resulta que conoce Barcelona.
También quiere saber cómo llevo el asunto de la comida en este país, y pone cara de disgusto y de complicidad a la vez, ¿porque en España también se come bien, verdad?. Es la única pega que le encuentra a este lugar,  y me recomienda que pruebe a ir a algún restaurante indio. Ya me gustaría, pero de momento me tengo que abstener, le digo, y le comento que casi lo mejor que he probado desde que estoy aquí fue la comida india que me sirvieron en la feria de Parker's Peace.
A mi pregunta contesta que sí, que algún día se intalará en la India. Allí tiene a su familia y rica comida para degustar; y seguro que llegará el tiempo en que  brindará a su país los conocimientos que ahora está adquiriendo.
Antes de despedirnos le pido, por favor, que me escriba su nombre en un papel, y al momento me anota en un folleto su nombre y apellido, Ashwat Visvanathan, sin la más mínima desconfianza.
Alberto, el amigo de Lucas, estuvo al principio de su estancia aquí compartiendo más de un piso con gente de la India y reniega de ellos. Es que son de otra cultura, dice, es que son sucios, es que comen con las manos, es que no se lavan, es que no te miran a la cara, es que no los puedo soportar. Y lo entiendo. Su experiencia no ha sido buena.
La vez pasada al entrar en el jardín del hostel para tomarme el bocadillo, había una familia de cuatro comiendo en la mesa de madera. Nada más verme se arrimaron unos a otros y con sonrisa en sus caras me convidaban a sentarme: come here, come here, venga aquí.. Me cedían un lugar siendo que al lado había un banco desocupado y yo no necesitaba apoyar un plato. Que acogedores y encantadores son estos ingleses, pensé. Luego resultaron ser alemanes.

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