miércoles, 4 de agosto de 2010

Momentos difíciles

El grupo de chicos alemanes se va hoy. Ninguno de ellos olvidó nada en los baños durante estos días. Es curioso porque con los otros huéspedes llenamos una caja a la semana con los productos de perfumería que se dejan en las duchas. Le pregunté a Jamie, el cocinero de Birmingham, que le habían parecido los muchachos y puso gesto de desagrado.
Hablando de los españoles que él ha atendido se echaba las manos a la cabeza, ¡que barullo, que ruido!, ¿porqué gritan tanto? me preguntaba. Y le explica a su compañera también inglesa, que un día una niña española, y señala con su mano una medida de poca altura, se le acercó y le dijo en alta voz "Joder, no quedan salchichas", y era una niña pequeña, comentó con expresión de sorpresa. Él no es nada refinado y usa fuck muy a menudo. Tuvo una novia valenciana, y conoce bastantes palabras en español, "joder" entre ellas.
La chica inglesa se llama Holly, igual al nombre del abeto navideño, me aclaró. No tiene demasiado salero la muchacha, no se pone desodorante, tiene las manos muy estropeadas por no usar guantes y habla con un acento que no entiendo nada. Me dio la sensación que al principio me miraba con cierto recelo, pero cuando me plegué a sus ordenes y le comenté que confundo su nombre con el de la oveja clonada Dolly (¡ah!, Dolly the sheep) empezó a mostrarse más amable. Mejor, porque la verdad es que yo pensé que había metido la pata hasta el fondo comparando su nombre con el de una oveja.

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He pasado por dos momentos difíciles en esta ciudad. Uno de ellos el día que llegué a la casa en la que ahora estoy.
Después de inspeccionar varias habitaciones por el centro bastante deprimentes, ví esta y no tardé demasiado en decidirme. La casa está refaccionada y es muy confortable y la habitación es grande, luminosa, y no le falta detalle. Hice la mudanza un día por la tarde, me acompañó en su coche Alan, el chico polaco que le alquila a mi hijo. La casa es de unos amigos suyos; él nos puso en contacto y él fue quien me acompañó también en la primera visita.
Una vez instalada quise ir al supermercado; me habían dicho que quedaba a cinco minutos caminando. Salí a la calle y seguí las instrucciones: a la derecha, a la izquierda, recto. Rápida y confiada. Hasta que de repente, oh, no sabía dónde estaba, todas las casas me parecían iguales. Eran iguales, como en una pesadilla. No había retenido ningún detalle para identificar a la mía, y no tenía ni el teléfono ni la dirección. La noche estaba cayendo, y de repente me sentí perdida en medio de la nada. Confusa. Sentía que me había equivocado terriblemente. Me había ido a vivir a un lugar lejos de la civilización. Caminaba sin rumbo con el alma en vilo hasta que reconocí el coche de Alan en la puerta de la casa, por suerte se había quedado a compartir una cerveza con sus amigos. Llegué sin compra y con un hambre tremendo. Sentí esa casa tan ordenada como una prisión. Corrí al ordenador y encontré conectada a mi hermana Agnès. Ella lo hizo muy bien y supo como calmarme. ¡Ah! y por favor, le dije, no digas nada de esto a nuestra madre, que yo estoy muy bien, y lo de hoy pasará.
Al día siguiente y con la luz del sol todo cambió. Tenía el autobús a un paso que en veinte minutos me deja en el centro y dos supermercados muy cerca.
Esta madrugada el drama se volvió a repetir. Me desvelé y oía afuera la lluvia caer. Mi angustia iba creciendo. En un rato tendría que salir a la calle, volver a pedalear, volver a luchar contra el tiempo para llegar a la hora. Me imaginaba lo que sufriría en invierno, levantándome a la madrugada, saliendo a la calle en plena oscuridad, con una bicicleta que no adelanta, malos frenos y sin luz ni bocina. La lluvia o la nieve cayéndome encima durante todo el trayecto, y un viento cortante que me helaría la cara.
Olvidaba por completo que tengo un contrato de alquiler de tres meses, que es probable que aquí no pasaré el invierno, que espero pasarlo con mi familia, a ser posible en esta ciudad, y que mi bici destartalada no tiene porque acompañarme siempre. De nuevo, con la luz del sol todo cambió. No fue fácil la ida hasta el hostel, pero tampoco nada trágico.

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