jueves, 26 de agosto de 2010

La policía inglesa

Anteanoche el hermano de Seweryn salió a las siete de la tarde a dar una vuelta por los alrededores de la casa y no regresó. Tiene dieciséis años, no conoce a nadie en esta ciudad y no habla una sola palabra de inglés. Seweryn y Monika anduvieron dando vueltas con el coche toda la noche para encontrarlo. Preguntaron a una patrulla policial, que tomó sus datos para informarles de cualquier noticia que tuvieran. Llamaron a los hospitales. Nada. Era alarmante porque nunca antes había abandonado la casa sin avisar, ni en Polonia. La imaginación empezaba a trabajar. A las diez de la mañana se fueron a la policía para denunciar la desaparición. Y allí les informaron de que el chico estaba detenido y que había pasado la noche en una comisaría. Parece ser que los polis tuvieron un altercado con un grupo de muchachos que gamberreaban junto al supermercado, y el hermano de Seweryn estaba ahí mirando. Los otros, más avispados, habrán salido corriendo y el polaco se quedó. No respondía a las preguntas  y el policía la emprendió con él a puñetazos. Hoy lleva el ojo derecho morado.
Ni Monika, ni Seweryn le han dado demasiada importancia al asunto. El chico es extranjero, y encima, polaco, esto es algo que puede suceder; de ser inglés, nunca lo hubiesen golpeado, eso seguro, y menos si llegan a saber que solo tiene dieciséis años.
                                                                            

De camino hacia el trabajo llovía mucho. Por más que llevara sombrero el viento me traía el agua de frente y me mojaba la cara. Al subir a la acera la rueda de la bici ha resbalado siguiendo el cauce del bordillo en lugar de remontarlo. La bici se ha volcado y he salido despedida. He notado cada parte de mi cuerpo golpeando contra el suelo.  La caída me ha dejado en estado de shock. Menos mal que no he ido a parar a la calzada. Todavía no me he recuperado de la impresión y estoy toda magullada. Me he levantado como he podido, he comprobado que no me había roto nada y he continuado la marcha. Mientras le daba a los pedales me imaginaba las posibles caídas de mis hijos o las de mi marido por estas terribles calles mojadas y me llenaba de escalofríos. En el hostel no quise ni sentarme un rato, porque si me hubiese detenido, ya nadie me hubiera levantado. Agnieszka metió mis pantalones blancos ahora renegridos, en la lavadora. Me tomé un café y me puse a trabajar. Creo que el choque me aceleró las ideas.


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