Ayer llamó mi marido para desahogarse conmigo del desastre de hijos que tenemos. Simón vive de noche. No hace más que salir y entrar de la casa. Amigos por aquí, amigos por allá, pero no colabora para nada en las labores que hay que hacer. Se acuesta a la mañana y se levanta a las cuatro de la tarde. Su padre lo arrancó ayer de la cama que eran cerca de las cinco, y el chico se sintió maltratado, como si un insecto molestón le hubiera venido a perturbar el sueño. Cuando mi marido enfurece puede pasar de todo. Lo primero que hizo fue tirar a la basura toda la pasta, los ñoquis, los quesos y demás provisiones con las que llena la nevera para alimentar al niño. "A partir de ahora, que se busque la vida", me dijo. Tenía que terminar un artículo y no podía concentrarse. Me envidia.
Hablé después con mi hijo que estaba en su cuarto con el ordenador. Puso cara de pobre sufridor. Tiene un padre que está loco, dice. Tiene hambre.
Cuando yo estaba allí mediaba para que las cosas no se desmadraran demasiado, pero ahora, a tantos kilómetros de distancia, no sé que puedo hacer. Es como una marea que llega y me arrastra. En esos momentos no se me ocurre pensar que el temporal amainará y solo ruego al cielo que no tengamos que salir en las páginas de sucesos.
Hoy con el alma encogida los he llamado por Skipe para saber como iban las cosas y me los encuentro a los dos tan campantes y sonrientes. Veía por detrás suyo en la pantalla al operario que ha ido a instalar una alarma y los dos estaban pendientes de los detalles técnicos de la cuestión.
En un aparte mi marido me dijo que cree que ha mi hijo le vino bien su enfurecimiento de ayer. Esperemos que dure la paz.
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